El viaje del café

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El recorrido del café en Colombia es fascinante y está repleto de aventuras cotidianas protagonizadas por hombres y mujeres que, grano a grano, de la semilla a la taza, luchan por salir de la pobreza, huir de la violencia y vivir con dignidad en un paraíso natural embriagador.

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Plantas de café bajo estudio en el cuarto de siembras de Cenicafé, los laboratorios de investigación de la Federación Nacional de Cafeteros en Chinchiná, departamento colombiano de Caldas

Soreni Galeano aviva el fuego de su cocina de leña, donde asa plátanos. A su lado, su hija Camila limpia los que están churruscados y ayuda a que la comida esté lista para los recolectores. Encima del banco, el Niño, un gato gris de bigotes cortos, maúlla reclamando un bocado que no sea el pienso de siempre. La cocina está en penumbra, pero por la ventana despunta un paisaje de ensueño donde decenas de tonos de verde se combinan hasta encaramarse al cielo. Ladera arriba, cafetales; ladera abajo, más cafetales. Algunos ya sin frutos, otros todavía pintados con el carmín de sus cerezas (que es como se llama a la pulpa que rodea el grano). Cafetales y más cafetales, alineados y pegados unos a otros en una panorámica en cinemascope jaspeada por platanares.

Es hora de comer en la finca Corinto, propiedad de Jaime González, en la localidad de El Frontino, punto remoto de las montañas del eje cafetero colombiano entre Caicedonia y Sevilla. Aquí se respira café, se recolecta café, se lava, se seca, se sufre, se disfruta, se sueña y se venera. Igual que a un bebé, se le pasea al sol durante el día y se le tapa de noche. Soreni ha calentado agua y la va echando en la manga de tela, estilo calcetín. El aroma de café se hace hueco entre los efluvios del plátano asado, y afuera, un ejército de pájaros rojos se posa sobre un aguacate. Así es la vida en miles de cafetales de este país donde los caficultores son hombres y mujeres que viven dignamente o bien hombres y mujeres que lo intentan ­tratando de escapar de la pobreza. En Colombia, con un 29% de la población bajo ese umbral, la huida es doble: los campesinos bregan por zafarse de la ­violencia en un país con la sexta tasa de homicidios más grande del planeta y 200.000 muertos por la guerra desde finales de los 50.

El periplo se inicia en el CSI del Cenicafé, donde se cruzan variedades resistentes a las plagas. Luego se cultiva, se recoge, se lava, se seca, se selecciona, se trilla, se ensaca y viaja a su destino final: en total, los granos de café pasan ocho controles de calidad

El motor de vida de la finca Corinto, y de la finca El Recreo, y del vivero Venecia, de la cooperativa de Caicedonia y de la trilladora de Armenia que aparecerán en estas líneas, es a la vez el carburante que mueve al mundo, el líquido más ingerido en el planeta después del agua. Quien más quien menos (no importa el meridiano, el hemisferio o el continente) no se despierta del todo hasta oler, saborear y beberse una taza o dos. En realidad, y más allá de su textura, su perfume y su sabor, lo más fascinante de este brebaje es el camino que hace al andar, el viaje desde la semilla hasta la tostadora, del microscopio a la taza. También es un sendero de historias humanas y de caras ajadas por el sol.

El periplo, en realidad, empieza mucho antes que en la finca de Jaime González. Arranca en Cenicafé, en la localidad de Chinchiná, junto a Manizales, laboratorio donde se buscan plantas más resistentes a plagas y desastres climáticos como la Niña y el Niño. El Cenicafé, creado en 1938 por la Federación Nacional de Cafeteros, y cuyo emblema es el bigotudo Juan Valdez, es lo más cercano a un CSI con sus agrónomos, genetistas, químicos y entomólogos... Eso sí, en vez de a asesinato, el laboratorio huele a molienda.

Tarde noche de un martes en el que los colombianos se visten de amarillo porque juega la selección de fútbol, palabras mayores, pero en Cenicafé sus trabajadores lucen la bata blanca. Jorge Patricio y Claudia Velásquez limpian instrumental. Ángeles Giraldo y Ximena Rivera llenan sobrecitos de tierra para analizarla. Claudia Valencia y Ligia Suescún trabajan en el cuarto de siembras.

“Aquí no tratamos con especies genéticamente modificadas”, advierte Ricardo Acuña, doctor en Biología. Desde hace décadas, los sucesivos equipos de investigación han “cruzado distintas variedades de plantas para lograr que sean resistentes” a los dos grandes enemigos del café por estos pagos: la roya, un hongo que seca la planta, y la broca, un gorgojo que daña el grano. “Hemos tardado 11 años en lograr plantas buenas y llevamos 30 años investigando para lograr las variedades Castillo”, explica Acuña. El objetivo de Cenicafé, la federación y las compañías alimentarias privadas es que los caficultores sustituyan las viejas plantas por las que llevan antivirus. La producción del país está en juego. “En los años 70, el 65% de las exportaciones de Colombia eran de café, hoy en día son apenas del 4,5%. Más del 50% de lo que se exporta es petróleo. El café ya no es tan importante económicamente, pero socialmente sí y mucho”, señala Ricardo Piedrahita, gerente de abastecimiento y sostenibilidad de la multinacional Nestlé e impulsor de un proyecto integral de ayuda al caficultor, el Nescafé Plan.

Multinacionales como Nestlé asesoran a los caficultores y les entregan plantones gratis para así mantener la calidad y producción. Desde los 70, la exportación de café ha bajado en Colombia un 60%

El declive en el volumen de la producción en este país, las amenazas climáticas (en Colombia, el Niño es sinónimo de sequía, y la Niña, de aguaceros, ambos fatídicos) y las plagas han llevado a las entidades públicas o privadas a ofrecer planes de ayuda sin coste alguno a los caficultores para que estos vayan sustituyendo las viejas plantas por las nuevas. “Si quieres acceder a la ayuda de la federación, hay que plantar variedad Castillo”, aclara Acuña. “Y nosotros –añade Piedrahita– tomamos la decisión de incorporar este tipo de semilla para entregarla a los productores”, dice en referencia al Nescafé Plan, iniciativa nacida en el 2010 que concede asistencia, asesoramiento y entrega gratuita de millones de estas plantas a los campesinos para que mejoren la producción.

“Desde el 2010 hemos entre­gado 33 millones de árboles de café a 10.000 caficultores y un millón de kilos de fertilizante, pero nos queda bastante por recorrer”, comenta Piedrahita. Con este gesto, la multinacional espera “ganarse la lealtad de los productores y que ese café ­acabe yendo a nuestras fábricas, pero el productor –apunta– no está obligado a vendernos la cosecha”. En el fondo de estas ayudas, y de las de otras empresas privadas y del Gobierno, está el objetivo de que la población que vive del café pueda hacerlo dignamente y no tenga tentaciones de dejarlo todo e irse a Bogotá (ciudad permanentemente atascada con sus nueve millones de habitantes) a ejercer otros oficios por los que obtiene menos dinero y peor calidad de vida. “Los caficultores tratamos de que eso no suceda con nuestros hijos. A los jóvenes les gusta mucho la ciudad, el trabajo en el campo es duro, y la rentabilidad... a ratos vivimos bien, a ratos cae el precio. A mi hijo Mauricio (31 años) lo tengo medio convencido de que siga”, explica Jaime González (64), dueño de la finca Corinto, de 30 hectáreas, una extensión respetable.

Acaba la jornada y los recolectores guardan su machete, largo como una espada. Luego la noche devora los cafetales y Argentina se merienda a Colombia (0-1) en Barranquilla. Al día siguiente, miércoles, todo el mundo despierta de mala gana, pero la naturaleza vuelve a explotar con brío subtropical y sinfonía ornitológica... ¡desde las 3 de la mañana! Las naranjas ya amarillean, y los penachos del bambú alegran la vista. Al ingeniero Mario Lara, que dirige el vivero Proagrocafé en la finca Venecia de Caicedonia, se le puede inquirir por el germinador, los plantones de los laboratorios del CSI cafetero, no por la derrota del equipo.

“Cuando la guerrilla estaba en su apogeo, yo tenía que venir a la finca disfrazado y en un coche que no fuera el mío. Me visitaron dos veces, no pedían plata, pero sí provisiones”, recuerda Jaime González, caficultor del valle del Cauca

“Hemos repartido tres millones de colinos (plantones) en el último año”, cuenta Lara, que no esconde que a veces hay “una batalla entre el técnico y el caficultor, pues el primero intenta convencer al segundo de que arranque y plante la variedad resistente, mientras que el campesino hace cuentas de lo que perderá si se tiene que esperar dos años a que la nueva planta dé fruto”. En el vivero Proagrocafé plantan las semillas en un lecho de arena de río lavada. A los 50 días, el brote ya adquiere el nombre de chapolito o fósforo y le empiezan a salir hojitas; a las diez semanas, el fósforo se convierte en mariposa, porque le aparecen dos hojas que semejan alas; luego se trasplanta a una bolsa. A partir de los cinco meses, el colino viaja del vivero al cafetal.

En la cooperativa, los jornaleros cargan camiones de plantas, pero las jornaleras son las que los colocan en las cajas especiales. “Ellas son más cuidadosas”, explica Claudia López, analista de la federación nacional de cafeteros. Ana Alicia va recogiendo plantones al ritmo de la salsa que le suena en el móvil. Lleva crema solar en la cara y un viejo jersey raído en la cabeza a modo de pañuelo para protegerse del sol. Tiene 22 años, un hijo, “pero no marido”. “Cobramos 100.000 pesos a la semana (35 euros), es poco, pero mejor eso que estar en casa sin hacer nada”, cuenta mientras mira de reojo a un capataz. “A ver si el jefe nos va a dar gallina”, dice temiendo que las abronquen por haber parado. El capataz sonríe y ladea la cabeza.

¿Se ha notado en la zona la bajada de intensidad del conflicto bélico? Ana Alicia y otros trabajadores miran hacia otro lado. Niegan saber nada. El ingeniero Lara cuenta que, “cuando la guerrilla estaba más fuerte, no se metía demasiado con nuestro trabajo porque lo veía beneficioso para la comunidad. Ahora bien –prosigue–, desde que hay conversaciones de paz, las milicias urbanas ya no se ven tanto”. Jaime González también tiene mucho que contar: “Cuando la guerrilla estaba en su apogeo, yo tenía que venir a la finca disfrazado y en un coche que no fuera el mío. Incluso así –rememora– me visitaron dos veces. No pedían plata, simplemente llegaban y te mandaban que les dieras arroz, provisiones”. El catalán Xavier Texidó, que ya lleva unos años como director general de Nestlé Colombia, confiesa desde su despacho en la avenida Diagonal de Bogotá que “hasta hace cinco meses” no pudo visitar las instalaciones de sus fábricas en el sur del país “porque los servicios de seguridad lo desaconsejaban”. El próximo 23 de marzo es la fecha prevista para firmar la paz.

El eje cafetero (Pereira-Quindío-Armenia, Bugalagrande...) siempre ha sido un punto caliente por su cercanía al puerto de Buenaventura, “por donde sale la droga y entran las armas”, resume González.

La caficultura está sometida a una lotería tiránica, la de la calidad de la tierra y la planta, la ruleta del clima, la delicada tarea de la recolección, la del secado y la quiniela del precio, fijado a diario en Wall Street y Londres

En los viveros, las trabajadoras sintonizan Radio Olímpica, 104.5 de la FM. Mientras miman los colinos van oyendo anuncios, el de “Aguardiente Antioqueño, p’arriba, p’abajo, pa’l centro y p’adentro” o el de la Agencia Colombiana para la Reintegración donde el ciclista Nairo Quintana apuesta por la paz.

En el vivero, alguien llama a Wilson Elías, el extensionista, figura que media entre la federación y los caficultores, a quienes asesora, anima, ayuda, felicita y consuela. Una fusión de sacerdote, coach y agrónomo. “El extensionista se sabe la vida de los caficultores, y estos le consideran familia y hasta le piden que sea padrino de sus hijos”, confirma Lara.

Varias horas y muchos kilómetros más tarde de camino de cabras y esplendor selvático, alguien vuelve a preguntar por él. “¿Ha venido Wilson?”, reclama Juan José Alonso, de 10 años, que se balancea con su bicicleta a la puerta de una modestísima casa de campo. Juan José conoce a Wilson porque asesora a su madre, Adriana Castro, 32 años, que participa en el Nescafé Plan y, que además, ha recibido ayuda del Ministerio de Agricultura en forma de máquina para lavar el café, es decir separar la cereza del grano, que luego se secará al sol. Con mucho esfuerzo, Adriana regenta El Recreo, cinco hectáreas de café y plataneras. “Cuando empecé sólo sabía recoger café, y el ingeniero me dijo: ‘Haz cuentas, ve a las reuniones’. Antes no sabíamos cuánto dinero entraba y cuánto salía”, cuenta Adriana, que parece una niña pese a que los rigores agrícolas se le noten en la cara. En sus libretas apunta de todo, hasta los animales salvajes que ha visto, una manera de respetar el medio ambiente. Con caligrafía escolar, escribe: “Culebras amarillas, coral, serpiente mataganao, cazadoras, armadillos, lobos, tigrillos, tucán verde, gavilán dorado…”. Mientras, Juan José juega con Toy, su perro, y Jessi, su hermana mayor, asoma la cabeza. Viste la camiseta de la selección. Le gustaría ser enfermera. Empieza a llover, una bendición para los caficultores, siempre mirando al cielo. Los Castro viven en el linde de la pobreza y tal vez no haya mucho realismo mágico en sus vidas, pero tampoco están sumidos en el realismo trágico. Ven que progresan, y eso les vale.

Aquí progresar no es fácil. Cultivar café es tarea muy delicada y está sometido a una lotería tiránica, la de la composición de la tierra, la de la calidad de la planta, la ruleta del clima y de la recolección (grano olvidado en el suelo, riesgo de plaga) y el secado (humedad entre el 11% y el 12%), los ocho controles de calidad desde el cafetal hasta la taza y la quiniela del precio fijado a diario en Wall Street (café arábica) y en la bolsa de Londres (robusta).

Cuando el caficultor llega a la cooperativa con sus sacos (en el paisaje de la montaña ya no se ven mulas como la de Juan Valdés y sí los icónicos jeep winnie), se hace un muestreo para determinar la calidad del café, separar el excelso del que no es tan bueno (el grano pequeño, que se llama pasilla). Primero con los dedos, luego con una malla especial. Tradicionalmente, la pasilla se queda en Colombia y el excelso se exporta. “Es cierto –reconoce Jaime González– que el mejor café colombiano no se bebe en Colombia”. “Pero eso está cambiando poco a poco”, interviene Ricardo Piedrahita. También la forma de pago. Para vender el café uno se puede atener al precio del día o bien optar “por un modelo de negociar nuevo, que es la venta a futuros, que te permite una rentabilidad que antes no tenías. Los caficultores –subraya González– luchamos con los fondos de in­versión que manejan una información sobre los precios que nosotros no tenemos”.

De la cooperativa, el saco de café viaja a Alma Café, en Armenia, unos almacenes donde se trillan los granos y donde reina un perfume almendrado y nubes de polvo de cascarilla, el pergamino que se separa del grano y que luego será cribado en función de su tamaño, peso y densidad. Ya en el saco, el próximo destino es el puerto, donde volverán a analizar el contenido del saco, “del que tostarán una parte pequeña para la prueba de taza”, apunta Mauricio Arias, responsable de la trilladora. Es curioso, el viaje del café empieza a acabar cuando zarpa de puerto y emprende su trayecto más largo. Unos días más tarde llegará a otro puerto, al comprador, al tostadero y a su casa. En sus labios tendrá un sorbo del trabajo del investigador Acuña, del ingeniero Wilson, de Ana Alicia, la chica del vivero que sigue escuchando salsa en su móvil, de la caficultora Adriana, del gerente Piedrahita, de la analista Claudia López, de Wilson, de Mauricio el de la trilladora y Mauricio el hijo de Jaime González… Con crema, con leche, largo o corto, con espuma o sin, descafeinado o bien cargado. Qué bien que huele. Hasta puede hacerlo con el calcetín, como Soreni Galeano allá arriba en la finca Corinto. Donde el verde no se apaga nunca.

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Ligia Suescun es una de las encargadas del cuarto de siembras de Cenicafé, los laboratorios de investigación de la Federación Nacional de Cafeteros, creados en 1938, que han producido especies resistentes a la roya y la broca, las plagas que más afectan a los cafetales

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Semillero en la Finca Venecia, cooperativa impulsada por la asociación Proagrocafé. Los brotes de café crecen en un lecho de agua de río lavada a partir de semillas de una especie garantizada e inmune a las plagas

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Los brotes del semillero se transplantan a los 50 o 60 días en bolsas con tierra. Es preciso que la planta tenga la raíz bien recta. La cooperativa Proagrocafé colabora con la multinacional suiza Nestlé y con la Confederación de Cafeteros en un proyecto (Nescafé Plan) de ayuda a los caficultores

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A los cuatro o cinco meses la planta ya está lista para ser transplantada del vivero al cafetal

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Los viveros están protegidos por mallas para que el calor no queme las hojas de una planta cuyo cultivo es muy delicado y sensible al frío, al calor, a la sequía y al exceso de agua

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El Nescafé Plan ha repartido 33.000 millones de árboles de café a 100.000 caficultores en los últimos cinco años

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El vivero Proagrocafé contrata a muchas mujeres en la época en que se entregan los colinos, nombre con que se conocen los plantones. Algunas cobran poco (unos 35 o 40 euros a la semana), pero prefieren eso “a estar en casa sin hacer nada”, cuenta Ana Alicia

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Un recolector de café en la finca Corinto, propiedad de Jaime González, en Caicedonia. El café se recoge con esmero grano a grano y siempre las cerezas rojas; las verdes se dejan madurar. Es preciso comprobar que no cae ningún grano al suelo porque eso supone peligro de plaga >

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La finca Corinto se halla a unos 1.200 metros de altitud: además de café, su propietario también cultiva plátanos y aguacates

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Soreni Galeano prepara el café al estilo calcetín en su humilde cocina de leña de la finca Corinto, después de hacer la comida para los trabajadores

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Después de recolectarse el café se lava a través de una máquina, con lo que se pierde la piel roja tan característica

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El señor Álvarez, el capataz de la finca Corinto, remueve los granos de café que han sido recolectados, lavados y puestos a secar al sol en el tejado de la finca. Si llueve, un tejadillo protege la cosecha del agua.

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Después de secar el café se ensaca y se lleva a la cooperativa, donde se pagará un precio u otro en función de la calidad, el tamaño, el peso y la humedad del grano. El café de primera calidad se llama excelso, el de menos, pasilla. El bueno se exporta, el menos bueno se queda en Colombia

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A cada saco que llega a la cooperativa se le saca una muestra con un tubo de aluminio que luego será inspeccionado por los responsables de abonar la cosecha

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La prueba de que el saco de café ha sido analizado

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El café que llega a la cooperativa todavía tiene el pergamino, es decir, la piel que rodea y protege el grano. En la trilladora Almacafé de Armenia se quita esa cascarilla y se vuelve a analizar la calidad del café

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Tras descascarillar los granos, unas máquinas los separan en función de su calidad, peso y densidad

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De la trilladora, los sacos viajarán directamente al puerto de Buenaventura, y de ahí, a su destino final en Europa o América

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Pequeñas torrefactoras en el cuartel general de la Federación Nacional de Cafeteros en Bogotá, donde se llevan a cabo catas de café

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El café ya tostado. Para Colombia, el café no supone una gran fuente de ingresos (sólo el 4.5% de las exportaciones del país); sin embargo, su peso como símbolo del país es muy elevado

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Armando Cortés, director de la oficina de calidad del café/Almacafé en Bogotá, prueba el café recién emulsionado. Con este gesto acaba el periplo cafetero desde el laboratorio hasta el paladar

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