Videojuegos, nuevos maestros emocionales

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La psicóloga Jayne Gackenbach es experta en “sueños lúcidos”. Analiza esas incursiones en el mundo de Morfeo en las que, al ser conscientes de estar dormidos, intentamos controlar el desarrollo de nuestros sueños. Investigando sobre el tema, esta científica descubrió un curioso fenómeno: este tipo de experiencias son más habituales en los practicantes de videojuegos.

Durante el siglo XX, el cine, la música o la literatura fueron nuestros ‘maestros emocionales’; las nuevas generaciones tienen otros

Los gamers experimentan más sueños lúcidos que las personas que no juegan. Además, son capaces de describir mejor sus sueños: recuerdan muy bien los escenarios en los que transcurren sus aventuras oníricas. No sólo sienten que en numerosas ocasiones controlan y manejan esas peripecias, también creen poder variar el punto de vista, cambiando la perspectiva desde una visión subjetiva de sí mismos hasta un enfoque en tercera persona. Pueden verse a sí mismos, a menudo, desde fuera. Es decir, las personas que juegan frecuentemente durante el día convierten también sus sueños en un videojuego, una incursión interactiva en mundos surrealistas.

“Predecir es muy difícil y sobre todo el futuro”, decía jocosamente el físico Niels Bohr. Pero justamente ese, predecir, es el objetivo esencial de la ciencia. Y experimentos como este nos dicen que los videojuegos afectan a la psicología de los participantes. Por el número de horas dedicadas, es de prever que sean la actividad más influyente en la formación psicológica de una gran cantidad de personas. Habrá otros nuevos maestros sentimentales (el manga o las series de televisión, por ejemplo), pero es seguro que los videojuegos influirán en muchos chavales. Por eso los científicos se están dedicando a analizar el influjo emocional real de este tipo de entretenimiento.

Sus conclusiones se alejan de los análisis tópicos que vuelven a recaer en el viejo negativismo acerca de la juventud. El imaginario colectivo se ha llenado de comparaciones entre la nueva generación (supuestamente violenta, psicopática e individualista) y la de los adultos de hoy (amable, empática y solidaria). A los analistas de café les da igual que los datos contradigan esa idea de paraíso perdido. Y cada vez que se produce un suceso trágico protagonizado por un joven, por ejemplo, ponen el foco en los videojuegos a los que jugaba, olvidando que el número de delitos sangrientos ha descendido en las últimas décadas y que, por lo tanto, es difícil acusar a este tipo de entretenimiento de ser una mala educación sentimental.

Los experimentos, por el contrario, buscan identificar las transformaciones emocionales reales que se están produciendo al cambiar el tipo de diversión al que se dedican algunos jóvenes. Antes aprendíamos a encauzar nuestros sentimientos a través de otras manifestaciones culturales. Durante el siglo XX, el cine, la música y la literatura fueron nuestros maestros emocionales. Desde pequeños, aprendíamos a reinterpretar nuestras sensaciones para adaptarlas al tipo de emociones que trasmitían estos fenómenos culturales. Amábamos, nos entristecíamos o nos enfadábamos tal y como nos habían enseñado los libros, las canciones y las películas. La mitificación del amor pasional, el autocontrol de la ira, la tendencia a reírse de uno mismo en situaciones de tensión o el tira y afloja como ritual de seducción son algunos de los trending topic emocionales que nos dejaron esos mentores.

Hay estudios que mostraron que los videojuegos sirven para aprender a sentir emociones a partir de la personalidad que elegimos en esos juegos

Las nuevas generaciones tienen otros maestros. Los videojuegos son uno de esos campos de aprendizaje. Los jugadores viven aventuras, se emocionan con peligros, experimentan la alegría de conseguir objetivos que creían inalcanzables, se relacionan con otras personas y sienten la amistad, pasan miedo ante lo desconocido, se llenan de ira contra personas o acontecimientos que les contrarían, aprenden (o no) a tolerar la frustración… En definitiva, aprenden a sentir.

Empieza a haber datos experimentales que llevan a intuir por dónde puede ir esa influencia. De momento hay pocas certezas. Experimentos como el de la doctora Gackenbach llevan, más bien, a vislumbrar cuáles podrían ser las preguntas. Pero empezar a especular es el principio del camino y siempre será mejor que detenerse en el pesimismo refunfuñón de los que recurren al “cualquier tiempo pasado fue mejor”.

La sensación de control que tienen los usuarios de videojuegos sobre las entradas y salidas del mundo imaginario es una de esas pistas sobre el futuro de las emociones. Los voluntarios del experimento le explicaban a Jayne Gackenbach que las vivencias en el mundo de Morfeo y en los juegos electrónicos eran semejantes. A fin de cuentas en los dos casos se trataba de desarrollar una actividad virtual en un escenario parecido al mundo real. Cuando se aprende a llevar las riendas en una de esas experiencias imaginarias, se tiende a intentar tener el control en cualquier otra similar.

¿Tendrá esta propensión a lo interactivo repercusiones emocionales en los chavales que pasan horas dentro del mundo virtual? La mayoría de los sentimientos (el miedo, el odio, la melancolía…) nacen de nuestra imaginación. El amor cortés de la edad media o el pasional del romanticismo, por ejemplo, surgían en personas que fantaseaban pasivamente con la persona deseada. ¿Y si los videojuegos rompen esa tendencia a la evocación sumisa? ¿Es posible que los que usan este tipo de entretenimiento aprendan aquí también a llevar las riendas sobre el amor, haciendo de este un sentimiento menos idealista y más controlable?

La posibilidad conecta con una tendencia del mundo actual: la desmitificación del amor romántico. Las disecciones que hacen científicos como Helen Fisher de esa “imbecilidad transitoria” (la expresión es de Ortega y Gasset) lo conceptúan como una enfermedad bioquímica que produce, como efectos secundarios, bipolaridad emocional. Lo curioso es que en el imaginario juvenil, en las conversaciones de la generación que más tiempo dedica a los videojuegos, el amor pasional cotiza a la baja.

Es posible que ese descrédito venga de la facilidad que tienen los jóvenes gamer para entrar y salir de mundos imaginarios. De hecho, ellos saben que esa cualidad es muy importante: en las últimas décadas productos generacionales como la narrativa cyberpunk (la novela Neuromante fue pionera) o películas como Matrix u Origen tratan de la importancia de agarrar fuerte las riendas cuando nos adentramos en mundos irreales. Conseguir ese control sería decisivo para no dejarnos llevar pasivamente por emociones como el miedo o la ira.

Por otra parte, la posibilidad de entrar y salir a antojo de los mundos mentales que adquieren algunos jóvenes abre otra puerta: mayor posibilidad de elegir nuestro papel en la vida y las emociones asociadas. Un artículo pionero del profesor de la Universidad de Essex (Inglaterra) Richard Bartle dividía a los jugadores en cuatro clases según el tipo de sentimientos que desarrollaban, las necesidades que intentaban satisfacer y el tipo de juego que practicaban (hay gran variedad, desde complejos juegos de rol hasta aventuras de acción o pasatiempos).

En primer lugar estaban los “triunfadores” (Diamantes) que buscan logros: acumular fichas, subir de nivel, adquirir objetos anhelados por otros jugadores... Después, los “exploradores” (Picas), que viven las emociones rastreando con tranquilidad y sin objetivos nuevos territorios y escenarios. Coexisten con ambos los “sociables” (Corazones), que cultivan sentimientos de amistad y disfrutan de las alegrías y decepciones en conjunto; les importa más con quién juegan que a qué. Y por último, hay los “asesinos” (Espadas) cuyo mayor interés es canalizar emociones de ira eliminando personajes de la historia.

Lo más interesante de las investigaciones de Bartle es que demostraron que los videojuegos sirven para ir aprendiendo a sentir emociones a partir de la personalidad que elegimos. Igual que ocurría antes con la lectura, el cine o la música, partimos de nuestras motivaciones personales, escogemos nuestro micromundo dentro de ese fenómeno cultural y vamos canalizando nuestras emociones para satisfacer nuestras necesidades.

Podríamos hacer taxonomías similares con los maestros emocionales de anteriores generaciones. Los amantes de la música escuchaban géneros (heavy metal , britpop, grunge, cantautores, tecno) buscando un tipo de sentimientos acordes con su personalidad. Y lo mismo ocurría con el tipo de películas o los gustos literarios.

La ventaja de los videojuegos es que su interactividad permite mayor número de elecciones. Ratificaba esta idea otra investigación dirigida por el psicólogo Andrew Przybylski. En ella se mostraba que los videojuegos más gratificantes eran aquellos que permitían a los chavales experimentar las emociones de su “yo ideal”. En ellos podían elegir encarnar sus roles preferidos. Y esto les llevaba a aprender a canalizar las emociones asociadas al papel que quieren representar en la vida: valentía, amor al prójimo, ira, autocompasión, cautela, tristeza o alegría por el éxito.

El psicólogo Abraham Maslow ponía en la cima de las necesidades humanas la autorrealización: llegar a ser uno mismo. Para conseguir satisfacerla –afirmaba– es necesario un aprendizaje emocional. Mediante ensayo y error, vamos probando a expresar sentimientos de una forma adaptativa. La variedad de videojuegos y la posibilidad de interacción que permiten es un campo de experimentación ideal. Si, como parecen indicar las investigaciones, los videojuegos llevan a sus usuarios hacia un futuro de mayor libertad de elección a la hora de experimentar sentimientos, no parece mala noticia.

LA DUDA SOBRE LA EMPATÍA

Una de las críticas clásicas a los videojuegos como maestros emocionales es su crueldad. Muchas personas creen que los gamer se hacen más crueles cuanto más tiempo pasan delante de la pantalla.

Hay muchas investigaciones que lo ponen en entredicho. Una de las últimas está realizada por investigadores de varias universidades alemanas. Utilizaron una técnica de resonancia magnética con chavales que jugaban varias horas diarias a videojuegos durante el último año. Y vieron que su respuesta neuronal a situaciones emocionales era similar a la de jóvenes de su misma edad que no usaban este tipo de entretenimiento.

El problema de algunos experimentos anteriores sobre este tema, según estos investigadores, es que medían la empatía mientras los voluntarios estaban jugando. En ese momento, por supuesto, las personas estamos en modo psicopático (como también mientras jugamos al fútbol o hacemos un examen). Pero si se mide esta variable cuando ha pasado un tiempo, se ve que los videojuegos inhiben momentáneamente la empatía, pero es un efecto que se diluye al poco tiempo de jugar a ellos.

Enlazando con la investigación sobre sueños lúcidos de Jayne Gackenbach, hay que recordar que los seres humanos sabemos entrar y salir de mundos virtuales y sentir el tipo de emociones asociadas al mundo imaginario y al real. Y los experimentos apuntan que esta parece ser una capacidad que los videojuegos ayudan a desarrollar.

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