Isla de Pascua, guardiana del Pacífico

viajar

Su aislamiento extremo, las incógnitas que plantean los moáis y la civilización que los plantó hacen de Pascua (o Rapa Nui) un microcosmos único perdido en el Pacífico Sur. La mitad de su territorio es parque nacional a la vez que patrimonio de la humanidad según la Unesco. Belleza desnuda y lejana.

Horizontal

Ahu Tongariki, ubicado en Hanga Nui, en la costa sudeste

No hay en todo el globo lugar habitado más lejos de tierra firme, y pocos que escondan tantos enigmas. Las propias hechuras de Pascua se dirían una confabulación cabalística. Y es que sus perfiles dibujan un triángulo casi perfecto, situado a su vez a un extremo del llamado Triángulo Polinésico, la barbaridad de océano Pacífico cuyos otros dos vértices acotan Nueva Zelanda y Hawái. ¿Cómo pudo llegarse en piragua hasta una isla tan remota? ¿Con qué medios se alzaron los cerca de mil moáis de piedra volcánica que, en un territorio que apenas duplica el tamaño de Formentera, adornan su geografía? ¿Qué provocó el colapso de la civilización capaz de erigir esas descomunales esculturas? Entre lo científico y lo extraterrestre, teorías hay para todos los gustos en respuesta a las preguntas que se hacen los recién llegados a Pascua. Certezas, bastantes menos.

La aldea ceremonial de Orongo, el epicentro del ritual de Tangata Manu, u hombre pájaro, es una visita imprescindible; allí, cada linaje competía por el liderazgo de la isla

Esta islita barrida por los vientos, casi desnuda de árboles, pertenece a Chile desde el siglo XIX muy a pesar de las cinco horas de avión que supone llegar desde Santiago. Su única villa, Hanga Roa, concentra casi toda su población, de unos 3.000 nativos y cada vez más venidos “del conti”, como dicen a todo lo que se ven obligados a importar. Hasta aquí alcanza lo mesurable, lo tangible; el resto es pura especulación en Rapa Nui o, como también la llamaban sus habitantes cuando creían ser los únicos hombres del mundo, Te Pito o Te Henua, “el ombligo de la Tierra”.

El antropólogo noruego Thor Heyerdahl, a bordo de la balsa de troncos Kon-tiki, navegó en 1947 de Sudamérica a Oceanía para avalar su hipótesis de que fueron gentes preincaicas las que colonizaron la Polinesia. Las pruebas de ADN le quitaron la razón, asegurando que los primeros en asentarse por estas islas del reverso del planeta partieron del Sudeste Asiático. Dejándose guiar por las estrellas y por su vasto conocimiento de las corrientes y los vientos, aquellos increíbles marinos salieron en busca de nuevos horizontes en sucesivas oleadas migratorias, cargando sus semillas y animales a bordo de grandes piraguas de doble casco.

A muchas es probable que se las tragara el océano. Otras con más fortuna acabaron desem­barcando en Tahití y archipiélagos como el de Tuamotu o las Marquesas. Procedentes al parecer de estas últimas, se estima que en algún momento entre los siglos IV y VIII arribaron a Rapa Nui. Durante al menos mil años permanecieron sin contacto externo alguno, hasta que el almirante holandés Jakob Roggeveen, tratando de localizar la legendaria Terra Australis, se topó con esta ínsula que no figuraba en las cartas de navegación el domingo de Pascua del 1722. De ahí su último nombre.

Antes de aquel encuentro ya se había producido lo que durante mucho tiempo se consideró una especie de ecocidio. La sobrepoblación, de hasta 15.000 almas en una isla pequeña donde el agua siempre fue un bien escaso, hizo que faltara el alimento, y no tardaron en llegar los enfrentamientos entre clanes. Por otra parte, la obsesión por erigir moáis, cada vez más altos y sofisticados, pudo deforestarla hasta quedarse sin árboles con los que fabricar canoas para salir a pescar mar adentro.

En descargo de los antiguos rapanuis, hoy tampoco faltan quienes señalan los limitados recursos de Pascua y el contacto con los misioneros y los esclavistas –que en el XIX se llevaron a casi todos sus hombres a trabajar a las guaneras de Perú– como los verdaderos culpables de la casi extinción de su civilización. Pesará más uno u otro motivo, lo cierto es que cuando Roggeveen asomó por estos pagos, los indígenas vivían en unas condiciones tan primitivas que costaba imaginar que hubieran sido sus antepasados quienes cincelaran aquellos ídolos de hasta más de diez metros que yacían por los suelos. Porque para entonces los moáis habían sido derribados durante las guerras tribales, y sólo en las últimas décadas han vuelto muchos de ellos a ponerse en pie.

Dado que su escritura jeroglífica rongo-rongo sigue sin descifrarse, no hay certeza absoluta de si estas colosales figuras representaban a dioses o, como convence más a los expertos, a espíritus de ancestros protectores. Lo que sí parece seguro, ya que no conocían la rueda ni tenían animales de tiro, es que en la isla de Pascua de antaño crecían árboles grandes de los que se sirvieron para trasladar estas moles desde la cantera del volcán Rano Raraku hasta las plataformas sagradas o ahus a las que estaban destinadas.

Una caminata de unas tres horas por la ruta Ara o Te Moai permite seguir los pasos de sus antiguos escultores desde este volcán donde los moáis se tallaban en la roca madre. Allí, como si el trabajo se hubiera interrumpido de un día para otro, se desperdigan cientos de ellos que, vencidos o a medio terminar, nunca llegaron a sus altares.

Hay otros volcanes extinguidos, como el de la inmensa caldera del Rano Kau, hasta los que auparse en coche, en bici, a caballo o a pie, al igual que praderas y senderos que retan al vértigo al borde de los acantilados, piscinas naturales y cavernas que se camuflan en la renegrida costra de lava que perfila la costa. También hay petroglifos y yacimientos tan fotogénicos como la quincena de moáis de Tongariki, erguidos de espaldas al mar, como lo estuvieron en su día casi todos para tutelar las aldeas con el supuesto poder sobrenatural que brotaba de su mirada. Igualmente imprescindible es la aldea ceremonial de Orongo, que fue el epicentro del ritual del Tangata Manu u hombre-pájaro, con el que los miembros de cada linaje empezaron a competir por el liderazgo de la isla cuando se abandonó el culto a los moáis, tras perder la fe en su poder.

Playas hay sólo dos: la de Ovahe y la más bonita aún de Anakena. Con sus aguas turquesa, sus surfistas y palmeras, responde, aquí sí, a la postal polinesia que algún despistado viene a buscar a esta isla cuyos paisajes recuerdan más a las Highlands escocesas que a los Mares del Sur. A ellos probablemente les decepcione la belleza, desprovista y esencial, de Rapa Nui. Sin embargo, a los coleccionistas de leyendas que hayan buceado en sus misterios les bastará para saberse unos privilegiados con esperar uno de los atardeceres rojos junto al hilván de moáis de Tongariki, los del Ahu Nau Nau en Anakena o el todavía más espectacular a la caída del sol de Tahai. O a los pies del de Akivi, cuyas siete estatuas son las únicas que siempre miraron al mar en recuerdo, según la tradición oral, de la mítica isla Hiva de la que partieron los siete emisarios enviados por el rey Hotu Matu’a para descubrir este punto perdido del Pacífico Sur que no podría quedar más a desmano.

LA CAPITAL, HANGA ROA

Hanga Roa, con un aire más bien de pueblo, concentra todos los servicios, incluidos restaurantes y bares, tiendas, escuelas de buceo, agencias para contratar excursiones y alquilar un vehículo, el mercado o la iglesia, donde asistir los domingos a las misas cantadas al estilo rapanui.

AHU TONGARIKI

Sus quince moáis, perfectamente alineados en hilván, son una de las postales de Pascua.

PLAYA DE ANAKENA

Surf, snorkel y buceo en la mejor –casi única– playa pascuense, bajo cuyas palmeras, traídas de Tahití en los sesenta, se puede buscar un quiosco donde tomar una empanada con una Mahina, la cerveza artesanal de la isla. Allí queda el Ahu Nau Nau, una de las plataformas ceremoniales mejor conservadas, con moáis coronados por tocados o pukaos de escoria rojiza.

FESTIVAL TAPATI

Durante dos semanas, entre enero y febrero, el Tapati Rapa Nui celebra competiciones de piraguas, tallado de piedra, coros, bailes o la reñida elección de la reina del año.

COMPLEJO CEREMONIAL DE TAHAI

Presume de despachar los mejores atardeceres de Pascua. Uno de sus moáis conserva los ojos de coral que antaño lucían todas estas monumentales esculturas de toba volcánica.

VOLCÁN RANO KAU

Desde el borde de su inmenso cráter se aprecia la laguna que ocupa su caldera y el yacimiento arqueológico de la antigua aldea ceremonial Orongo, donde se reunían los sacerdotes para presenciar el ritual del hombre pájaro.

CANTERA DEL RANO RARAKU

En este volcán se tallaron casi todos los moáis. Cientos de ellos, vencidos o a medio hacer, se

dejan admirar en esta cantera abierta de visita imprescindible.

Información práctica

Llegar a Pascua no es fácil –hay vuelos desde Santiago de Chile con LAN a partir de unos 350 € ida y vuelta– y una vez allí, nada es barato, pues casi todo ha de importarse. Hay muchos hoteles que van del lujo a cabañas regentadas por familias locales. Más información, en www.chile.travel o www.imaginaisladepascua.com.

Horizontal

Una imagen de la playa Anakena

Horizontal

Sucesión de moáis en la zona de Rano Raraku

Horizontal

Una vista de Ahu Tongariki, con sus moáis alineados

Mostrar comentarios
Cargando siguiente contenido...