Mani, un mar de letras

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Abrupta y rebelde, Mani es la Grecia amada por los escritores de viajes. Alejada de Atenas y de los circuitos arqueológicos clásicos, esconde la esencia del Mediterráneo entre simas y curvas perfumadas de salvia y tomillo.

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Alipa, en las calas de la costa este

La península de Mani, en el Peloponeso, dista mucho de la Grecia de las estatuas clásicas y los frisos corintios. Esta es una tierra dura que se expresa a través del contraste potente del ocre de los montes y el azul turquesa del mar en el que se precipitan. Su belleza deriva de su fiereza y de la inaccesibilidad, que se refleja en el espíritu libre de sus habitantes. No en vano fue aquí donde empezó la lucha contra los otomanos por la independencia del país, después de una historia que erizó el litoral de torres de vigía y fortalezas. Es un conjunto con aromas de épica novelesca que por fuerza tenía que atraer a varios escritores viajeros, que pondrían aquí el punto final al relato de su propia vida. Es el caso de Patrick Leigh Fermor o Bruce Chatwin. Y en menor medida, de Julio Verne, quien, a pesar de haber llegado a la Luna con la imaginación, prefería desplazarse por esta costa en velero.

De la legendaria Esparta queda un villorrio; en cambio, encierra muchos más puntos de interés la cercana Mistras, fundada en el siglo XIII

Para alcanzar el lugar donde Fermor escribió Mani. Viajes por el sur del Peloponeso, además de otras maravillas literarias de sensibilidad y cultura como el clásico El tiempo de los regalos –donde relata su periplo a pie desde Londres hasta Estambul, justo antes de la Segunda Guerra Mundial–, hay que recorrer desde Atenas un interminable paisaje de colinas que se suceden sin tregua, semejantes a lomos de ballena que viajan hacia el sur.

De este modo se llega a la región de Laconia, a la que pertenece esta parte del Peloponeso y cuya capital es Esparta. De aquella legendaria ciudad, que lideró a los griegos durante las guerras Médicas contra los persas, queda un villorrio y el nombre de una apetecible cerveza local. En cambio, por encima de la ciudad moderna se alza Mistras, fundada por los francos en el siglo XIII sobre una montaña que señorea la región y que alcanzó su máximo esplendor en la era bizantina, terminando abruptamente con la ocupación otomana el 1460.

Son testimonio de su apogeo la iglesia de Perívleptos, pero aún más la de Pantanassa, de dimensiones casi góticas, inusuales en Mani. Por lo general, en esta parte de Grecia abundan las capillas pequeñas, sufragadas por familias y no por instituciones, donde cada clan se protegía del mal de ojo del vecino. Lo mejor son los frescos del interior, intensos, con colores que recuerdan la etapa azul de Picasso y repletos de arcángeles San Miguel, ya que esta figura se asociaba con Perséfone, la esposa de Hades. La referencia al inframundo no es casual, ya que su entrada se ubica en el extremo sur de la península.

Si se quiere ver la boca del infierno en persona, hay que atravesar la cordillera de Taigetos, que recuerda un glen escocés abrasado por el sol. No en vano, Mani deriva de la palabra griega manos, seco. Aquí y allá asoman campos de olivos, y el aire sie­mpre está perfumado de salvia. Por el camino se pasa por Gythion, un bonito puerto de casas coloridas ancladas en los años cincuenta y un faro construido donde se cuenta que Helena y Paris pasaron la noche en su huida a Troya.

El escritor de viajes Bruce Chatwin pidió que sus cenizas se esparcieran junto a una capilla con vistas a la bahía de Kardamili

El resto de la ruta por la costa este es una sucesión de calas escondidas, accesibles a pie, como la de Abela o la de Alipa, donde se puede tapear un tzatziki de yogur cargado de ajo y unas anchoas marinadas, regadas con un tinto o un rosado de la región elaborado con uva mavroudi.

Con el alma confortada por el vino es más fácil asomarse al infierno. Tras la bahía cobalto de Vathi, la costa se rompe en un tridente de piedra que forma Porto Stemes. En el centro se alzan los restos del templo de Poseidón y Apolo, muy deteriorados. Un camino desciende hacia la cala de la izquierda y, allí, tras una maraña de arbustos espinosos, está la Puerta del Hades. En la pared se puede apreciar un surco labrado por donde desfilan las almas en pena. Ni rastro de Orfeo buscando a Eurídice, sólo algunas barcas de pescadores mecidas por olas que juegan con los guijarros de la playa. Poco más allá, un sendero llega hasta el cabo Tenaro, el extremo septentrional de la península, coronado por unos inesperados mosaicos romanos.

De regreso, conviene tomar la carretera que bordea la costa occidental para descubrir las numerosas casas torre de la región, rectángulos verticales de piedra que protegían a cada familia del ataque de los piratas o de los combativos vecinos. Esta forma de construcción perduró hasta el XIX. El ejemplo más espectacular es Vathia, un pueblo prácticamente deshabitado que se alza con gran sentido teatral sobre un farallón de roca. Fermor relata en su libro sobre Mani que fue invitado a cenar en una de las torres, bajo la luz de la luna. Hoy lo tendría difícil, porque se trata de un pueblo fantasma, aunque algunas de las casas se van recuperando como segundas residencias.

Los restos arqueológicos de Kenipolis, en la playa de Almiros, un pueblo color sepia que es Gerolimenas, una iglesia suspendida sobre el vacío en Agitria… estas son las distracciones camino de Areópolis, la ciudad de Ares. El dios de la guerra infundió ardor a sus habitantes, ya que aquí empezó la revolución griega el 17 de marzo de 1821. En ella tuvo un papel fundamental la familia Mavromichalis, cuya casa solariega se encuentra en la cala vecina de Limeni.

De esa fiereza no quedan trazas en Areópolis, donde la vía principal se parte en dos para ceder espacio a las iglesias, islotes de fe en medio de un mar de terrazas al sol. Casi nadie habla otra cosa que griego, acentuando la sensación de haber retrocedido en el tiempo. Por fortuna, de los piratas esclavistas de Limeni e Itilo, que eran parte de “la gran Argelia”, sólo quedan las páginas de El archipiélago en llamas, novela que Verne escribió tras visitar la región al final de la guerra.

En el monasterio de Dekoulou es donde se reunían los conspiradores y donde todavía hoy, en las Navidades, se congrega a puerta cerrada una hermandad emparentada con los caballeros de la Orden de Malta. En su interior hay un curioso fresco del Cristo en majestad reinando sobre el zodiaco. Abre la puerta a su antojo un tal Gregoris, que se dice descendiente de los Médici de Florencia. Estos intrigaron contra los almogávares en Anatolia y, tras la caída de Constantinopla, se refugiaron en Itilo, donde levantaron un monasterio con el apellido del fundador de aquella rama familiar, Giorgio Michele del Culo (como suena). De ahí, Dekoulou.

El gusto por este tipo de anécdotas unía, entre otras cosas, a dos viajeros como Fermor y Chatwin. El primero fijó residencia en Kardamili, una de las siete ciudades que Agamenón regaló a Aquiles según La Ilíada. Su casa se encuentra en las afueras, tomando un sendero de tierra tras una serie de pueblos con tabernas sombreadas por parras. En el edificio resuenan las voces de los obreros que la convierten en un hogar para escritores que abrirá este año, según la última voluntad de Fermor. La terraza se asoma a la playa de Kamalitsi, sembrada de escollos que parecen ir al encuentro de los cipreses que llegan hasta el mar.

Es fácil imaginar a Paddy Fermor, antiguo héroe de la batalla de Creta durante la Segunda Guerra Mundial, recibiendo a sus ilustres huéspedes, pero resulta más instructivo buscar en el pueblo la taberna de Lela, regentada por el que fue su casero en Mani. Unos vasos de ouzo abren la puerta a un sinfín de historias, como la que hace referencia a las cenizas de Bruce Chatwin, el autor de En la Patagonia o Los trazos de la canción. Acusado de abusar de la ficción en sus relatos, eligió un final digno de novela: tras visitar a su mentor, Fermor, le confió su deseo de que sus restos se esparcieran junto a una capilla con vistas a la bahía de Kardamili. Se encuentra en la aldea de Exochori, montaña adentro y al final de interminables cuestas.

Allí, un diminuto cartel señala el camino a la iglesia de Agios Nikolaos. El sendero se pierde varias veces entre olivos, lleno de malas hierbas, hasta que aparece una breve cúpula bizantina. Soledad total. Y emoción para quien haya devorado los libros de Chatwin. Su funeral tuvo lugar en Londres, el mismo día en que se lanzaba la fetua contra Salman Rushdie. Luego, sus cenizas se esparcieron aquí, para que siguiera viajando sin pasaporte con el viento, eternamente.

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Vathia, hoy casi deshabitado, es un pueblo que exhibe las construcciones con torre rectangular

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Mistra aloja dos iglesias de grandes dimensiones para esta región

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Mosaicos romanos en Cabo Tenaro

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Mistras. Ciudad fortificada vecina de la antigua Esparta y construida sobre el monte Taigeto. Fue el último reducto de la cultura bizantina. Sus filósofos influyeron mucho en el movimiento renacentista italiano.

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Areopolis. En la ciudad de Ares fue donde prendió la chispa de la guerra de la Independencia griega, conocida como la última romántica, en especial por la muerte del poeta Lord Byron luchando en ella. De calles estrechas empedradas, ejerce de capital oficiosa de la región.

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Gythion. Puerto principal de Mani, por lo que algunos cruceros hacen escala en él en temporada. Su monumento más famoso es su faro, el más antiguo de Laconia, revestido de mármol.

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La Puerta del Hades. Lugar donde los antiguos situaban la entrada al inframundo. Está en el extremo septentrional de la península, entre bahías solitarias. Sus dimensiones no están a la altura del mito, pero se compensa por la belleza del cabo Tenaro.

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Itilo. Con un pasado vinculado a la piratería, tiene un centro histórico muy cuidado y el excepcional monasterio de Dekoulou, restaurado con apoyo de la Unión Europea. Sus frescos (derecha) son el mejor ejemplo del sincretismo bizantino.

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