Nápoles, ciudad auténtica

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Situada en el sur de Italia y marcada por la presencia del Vesubio y el Mediterráneo, diferentes pueblos dejaron también su impronta en esta capital que se resiste a perder su esencia.

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La ciudad y la bahía desde el castillo de Sant’Elmo, en la colina de Vomero. Al fondo, el Vesubio

Al pisar Nápoles, se respira un aire familiar. Alguien con un poco de memoria podría afirmar “Nápoles es nuestra ciudad”. Nuestras ciudades eran así hace 20, 30 años. En nuestras ciudades el barrio ocupaba la calle, que se convertía en lugar de encuentro, en campo de juego, en tendedero de ropa, y la misma familia –o una muy similar– había vivido en el mismo piso a lo largo de decenas de generaciones, y en las fachadas, en las paredes grises y negras, se acumulaban los sucesivos estratos de la historia.

Hubo un día en que Nápoles fue nueva, pues los griegos la llamaron Neápolis, ciudad nueva. La naturaleza la ha sacudido con terremotos, epidemias y erupciones del Vesubio, pero no ha dejado de crecer

Cada siglo ha añadido nuevas capas sobre la piel de Nápoles. Y sin embargo, hubo un día en que fue nueva, como reza el nombre que recibió de los griegos: Neápolis, ciudad nueva. Se mantuvo griega aún bajo el dominio de Roma, que allí enviaba a sus vástagos a aprender la lengua de Homero. Ya al final del imperio romano, en el año 476, acogió al último emperador de Occidente y lo mantuvo recluido en la isla donde se levantaría el castillo Dell’Ovo.

Pasaron ostrogodos, bizantinos, normandos, la casa de Anjou, la Corona de Aragón, los Habsburgo, los Borbones. Por fin los garibaldinos la tomaron y, después de un plebiscito, la ciudad se incorporó en la Italia unificada. Aunque Nápoles ha sido siempre independiente. Así lo afirma un napolitano. “¿Cómo habría sobrevivido, si no? Porque nadie nos ha regalado nunca nada”.

Más bien, al contrario. La naturaleza la ha sacudido con numerosos terremotos, epidemias y reiteradas erupciones del monte Vesubio. Y, sin embargo, Nápoles no ha dejado de crecer. Creció hacia abajo, perforando las entrañas de la Tierra cuando los griegos excavaron minas para aprovechar su piedra, y luego los romanos convirtieron las galerías en acueducto y cisterna, hasta que se abandonaron después de una epidemia de cólera, ya a fines del siglo XIX. Entonces el subsuelo se llenó de cascotes, hasta que se acondicionó como refugio durante los duros bombardeos aéreos de la II Guerra Mundial.

La ciudad también creció en altura, sumando pisos cuando no podía rebasar el recinto amurallado. Y por fin, al caer las murallas, se desparramó por la llanura. Y con el tren Transvesubiano engarzó el rosario de pueblos que se asoman al golfo de Nápoles. Así, el área metropolitana se ha convertido en la segunda de Italia, sumando cinco millones de habitantes.

Para entender Nápoles, nada como ganar un poco de altura, encaramarse a la colina de Vomero y alcanzar la cima del Castillo de Sant’Elmo. Desde sus almenas se domina la ciudad y mucho más. Se divisan el puerto, y esos dos castillos medievales que hunden los pies en el mar: el normando Castillo dell’Ovo, unido a tierra firme por un estrecho pasaje, y el Castillo Novo, con sus torres rechonchas y el arco triunfal dedicado al rey Alfonso el Magnánimo, de cuando tomó la ciudad para la Corona aragonesa.

Entre castillo y castillo, en la plaza del Plebiscito, la columnata de la basílica de San Francesco di Paola intenta abrazar el palacio Nacional y el mítico teatro San Carlo, meca operística donde estrenaron Rossini, Donizetti, Bellini y Verdi. En la misma plaza, los mitómanos pueden también entrar en el Gran Caffè Gambrinus: decorado al gusto de la belle époque, guarda en una vitrina las tazas usadas por el papa Francisco y por la canciller alemana Angela Merkel. También de fines del siglo XIX es la galería Umberto I, cubierta por una bóveda acristalada con una inmensa cúpula central.

El núcleo histórico se estira hacia el este, cortado en dos por la calle que popularmente se conoce como Spaccanapoli (divide Nápoles). Es el mismo decumano que trazaron a cordel los griegos. A un lado y al otro sobresalen las cubierta, las cúpulas y los campanarios de innumerables iglesias. Allí está la barroca Jesú Novo de los jesuitas frente a la basílica gótica del convento de Santa Chiara, que fundó la reina Sancha de Mallorca. Su claustro cubierto de azulejos rococós es una fiesta de color.

Más difícil de localizar es la capilla de Sansevero, pintada y esculpida según ordenó el príncipe Raimondo di Sangro, masón y alquimista. Su escultura del Cristo velado atrae a colas de turistas. También hay que localizar la Via San Gregorio Armeno, donde se suceden las tiendas de figuras de pesebre, y buscar el Pio Monte della Misericordia, que guarda en su capilla una pintura de Caravaggio. Puede servir como referencia que se encuentra al doblar la esquina del Duomo, donde se guarda la milagrosa sangre de San Genaro que se licúa frente a los devotos en fiestas señaladas. El trayecto podría acabar en San Giovanni a Carbonara. La iglesia gótica se encarama sobre una doble escalinata. A través del monumento fúnebre de su ábside se acceder a una capilla renacentista decorada con frescos y finas baldosas azuladas.

Sin abandonar el núcleo histórico, quedan como mínimo tres citas obligadas. La primera, al mercado de Pignasecca y a los Quartieri Spagnoli (barrios españoles). Se encaraman por la colina de Vomero desde la vía Toledo, la más comercial de la ciudad. Desde su fundación, como guarniciones para los militares españoles, los Quartieri Spagnoli se han erigido en quintaesencia napolitana: ropa tendida, esos pisos bajos que mantienen su puerta abierta a la calle, motocicletas en todas direcciones, camareros que cantan.

Otra cita obligada es el Museo Arqueológico Nacional. Los mosaicos de la Casa del Fauno de Pompeya, con esa batalla entre Alejandro Magno y el persa Darío III, o aquel muestrario de peces, justifican ya el viaje. También su colección de frescos, con retratos como el de Safo o los múltiples paisajes y escenas mitológicas que decoraban las paredes de las casas nobles romanas. O las magníficas esculturas de mármol como la Amazona, el Toro o el Hércules de la colección Farnese. Tampoco se pueden obviar las salas de arte erótico.

Y en tercer lugar, hay que probar la gastronomía napolitana. Esto es fácil a lo largo y ancho de la ciudad, porque resulta inevitable dejarse tentar ante las innumerables pastelerías, cafés, pizzerías, osterías y restaurantes que puntúan cualquier paseo. Puede sorprender la sobriedad de elementos. La pizza margarita, por ejemplo, dispone sobre la masa tomate, mozzarella y albahaca, sal y aceite y pasa apenas dos minutos por el horno. Y ni los espaguetis con ajo y aceite, o con almejas, o con gambas, no cuentan con más ingredientes. Son suficientes, porque han alcanzado la síntesis exacta. Como el café, apenas una gota, ¡pero qué gota! Y para acompañar su amargura, siempre apetecerá un dulce, una sfogliatella caliente, con sus mil capas de hojaldre relleno de crema, o un babà bañado en almíbar, o frutas de mazapán, o alguna incorporación siciliana como las cassatine o los cannoli. Luego, un digestivo, unas gotas de limoncello.

Nápoles se disfruta con el gusto en sus platos y dulces, con la vista también, claro, y con el olfato en cocinas y calles, con el tacto de sus piedras y el oído puede regalarse con ese hablar cortado, potente y con un punto teatral, o con las canciones que debe cantar todo belcantista que se precie. Y es entonces, cuando se han usado todos los sentidos, que todo cobra sentido. Nápoles somos nosotros antes de que los ayuntamientos empezasen a invertir en carricoches de limpieza, antes de que se renovasen pavimentos y se restaurasen fachadas, antes de que hordas de turistas tomasen al asalto nuestros núcleos históricos, antes de que los hoteles se apoderasen de los edificios más bellos y cadenas multinacionales ocupasen los mejores escaparates. Nápoles somos nosotros, cuando éramos auténticos.

Después de la lección napolitana, quedará pendiente todavía un repaso del grandioso golfo al que se asoma la ciudad. Al este se levanta la inquietante silueta del Vesubio. Suma más de 40 erupciones desde que cubrió de cenizas la ciudad de Pompeya y el pueblo de Herculano en el año 79. Al sur, la península sorrentina cierra la boca del golfo, tan lejos que parece otro país. Mientras, sobre el mar se dibuja el escarpado perfil de las islas de Capri e Ischia. El panorama es grandilocuente y hasta a quien más se resiste se le escapan unas notas entre dientes. Lo de cantar es mejor dejarlo a Enrico Caruso (napolitano, claro).

El viaje

Existen vuelos directos a Nápoles. También se puede volar a Roma y llegar a Nápoles en tren.

Cuándo ir

Las temperaturas se corresponden con las de la vertiente mediterránea de la Península. En invierno puede hacer frío; en verano, calor. Y llueve un poco más. Como en todo el Mediterráneo, primavera y otoño son estaciones ideales.

Cómo desplazarse

La ciudad tiene algunas estaciones de metro. También, funiculares para superar las principales pendientes, además de numerosos autobuses. Las dimensiones del núcleo histórico permiten hacer la mayoría de los desplazamientos a pie.

Dónde dormir

En apartamentos y hoteles, el visitante puede encontrar el alojamiento que se ajuste a sus gustos y exigencias. Lo mismo puede aplicarse en la restauración, a precios que resultan más que razonables.

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Mercado de Pignasecca

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El castillo Novo

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La plaza del Plebiscito, con la columnata de la basílica

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La galería acristalada de Umberto I

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Quartieri Spagnoli. Desde la Via Toledo, la más comercial de Nápoles, estos barrios se encaraman por la vertiente de la colina de Vomero. Sin duda presentan la quintaesencia de la imagen napolitana.

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Nápoles Subterránea. La roca volcánica fue perforada por los griegos y los romanos convirtieron las minas en acueducto. Durante la II Guerra Mundial, los túneles se usaron de refugio y hoy se recorren en una visita de dos horas.

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Via San Gregorio Armeno. Aquí se concentran los pesebristas. Las tiendas exhiben escenografías y figuras que han dado fama a la ciudad.

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Museo Arqueológico Nacional. Un centro de primera división. Su fondo se nutre de dos colecciones principales: la Farnese, con esculturas procedentes de Roma, y la colección pompeyana, que preserva piezas de Pompeya y Herculano. Destacan sus mosaicos, esculturas y frescos romanos, aunque también cuenta con numerosas piezas griegas y egipcias.

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Convento de Santa Chiara. Construido a instancias de la reina Sancha de Mallorca, su basílica gótica fue víctima de los bombardeos de la II Guerra Mundial. Destaca el claustro, decorado con azulejos rococós.

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Capilla de Sansevero. El príncipe Raimondo di Sangro transformó la capilla familiar, dispuso los frescos de la bóveda y la galería de estatuas, convirtiéndola en una barroca obra de arte. Rotunda, excepcional.

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