Tohoku, templo y paraíso

Viajar

Una naturaleza al rojo vivo, bañada por una espiritualidad milenaria y marcada por la espada del samurái. La belleza del noreste de Honshu, la principal isla de Japón, rebrota con energía después de sufrir los efectos devastadores del tsunami del 2011.

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Por la ventanilla del tren bala, la vida pasa a cámara rápida y no hay botón de pausa. Atrás, en el andén, queda la algarabía de Tokio, ciudad de costuras a punto de reventar, con sus autopistas aéreas atascadas, aceras rebosantes y un mar violento de neones anunciando un nuevo mundo. Atrás queda la presencia aterradora de Godzilla, ojos inyectados en sangre, vigilando encaramado a un edificio. El paisaje corre como un pase de diapositivas taquicárdico. Primero aparece un mar perezoso; luego edificios con muchas antenas y carteles (¿qué anunciarán?); más tarde campos de arroz segados, a veces inundados, con sus montones de paja secándose sobre un palo clavado en el suelo. En un clic y en un clac, brillan y se desvanecen los perfiles de ciudades pequeñas no muy lejanas, polígonos industriales solitarios y silenciosos, gasolineras abiertas, concesionarios cerrados. Es domingo.

El maquinista acelera más allá de los 300 por hora y enfila al noreste, hacia Tohoku, región de una naturaleza cegadora y de latido lento y sanador. Es aquí donde se tensa una línea imaginaria en la que el reloj deja de desbocarse hacia el siglo XXII, toma resuello y decide rehacer el camino, rumbo a la tradición y la calma, a las callejuelas sacadas del periodo Edo, a las fortalezas de señores feudales y sus samuráis, a los viejos hoteles-balneario con habitaciones de tatami y albercas de agua caliente con vistas a un río, una cascada o un bosque espeso.

Tohoku saca sus garras para defender lo que es, un paraíso de templos budistas y sintoístas, ornamentados o escarpados, que viven a diario con una paradoja incómoda: compartir mapa con el área de Fukushima y el epicentro del terremoto y posterior tsunami de 8.9 grados en la escala de Richter. Fue el cuarto más grande de la historia y tuvo lugar a las 5 horas, 46 minutos y 23 segundos del 11 de marzo de 2011. El mismo seísmo que fundió los reactores de la central nuclear situada a 90 kilómetros al sur de Sendai, la capital de la prefectura de Miyagi, donde justo en estos momentos, el shinkansen, el tren, aterriza en la estación.

La pureza de los paisajes de Tohoku, desde Matsushima a Geibikei, convive con la incomodidad de compartir mapa con Fukushima y el epicentro del cuarto peor terremoto de la historia y posterior tsunami

Con el paso de las horas y los días, el temor del viajero sobre los hipotéticos efectos de la radiación se disipa, sea porque los bosques de vegetación verde, amarilla, naranja y rojo fuego hacen olvidar cualquier cosa, sea porque quiere creer a las autoridades, que insisten en que es seguro vivir a partir de la zona de exclusión de 20 km alrededor de la central. Las manías desaparecen definitivamente cuando se prueban las manzanas de la zona, gruesas como un melón pequeño, de carne blanca y sabrosa. “Son las mejores manzanas que he comido en mi vida”, se oye en un puesto de fruta en un mercadillo de carretera. “¿Cómo se llaman?”. “Manzanas de Fukushima”, responde la vendedora. Y se hace el silencio del silencio.

En Sendai, la única contaminación que realmente sorprende es la de los carteles de comida en la estación y en los alrededores, con imágenes gigantes de los platos y sus precios. Comida, comida, comida. Ni siquiera hay contaminación lumínica (excepto en el festival navideño): las calles y avenidas entornan los ojos al atardecer y los dos grandes castillos de la ciudad reposan en penumbra. Uno, tradicional y dominante en lo alto de la montaña, el Aoba. El otro, la mediateca, ultramoderna obra del insigne arquitecto Toyo Ito, que marcó un antes y un después en la historia de la arquitectura del siglo XX con su carcasa transparente y sus pilares centrales como troncos de árbol. Una de sus plantas alberga una pequeña sección dedicada a los efectos del tsunami, a sus víctimas (15.896 muertos, 2.560 desaparecidos) y a las tareas de reconstrucción de toda clase de infraestructuras.

Camino del puerto de Shiogama, por una carretera serpenteante, un operario da el alto con una banderola roja, el equivalente a la señal de STOP. A lado y lado, piedras, grava, arena, excavadoras, grúas y camiones reparan el firme, construyen barreras y levantan taludes para frenar los posibles efectos de un futuro tsunami. Las que había hace ocho años apenas sirvieron de nada a tenor de los estragos aún visibles. El paisaje lunar dura poco. En el puerto, un panel indica adónde llegó el nivel del mar, que para más inri se adentró en tierra hasta tres kilómetros arrastrando barcos, cohes, casas... Al lado, una pasarela nueva de hormigón situada a 15 metros de altura para refugiarse en caso de súbita crecida.

A la espera de que llegue el ferry, los visitantes (japoneses, chinos, coreanos…) curiosean por el mercado de la terminal: souvenirs, camisetas, bañadores, pero también pescado y marisco fresco, seco y congelado, pulpo, vieiras, huevas, algas. Hay puestos de unos pastelitos hechos de harina y gambas que se toman en el desayuno, otro de soja, otro de condimentos… El día del tsunami, la cafetería de la terminal se inundó por encima de la barra. Yoriko Sato, que vende billetes del ferry, marca el nivel del agua. Ese día tenía fiesta.

Los tres paisajes más bellos de Japón son la bahía de Miyajima, en Hiroshima, la barrera de arena de Amanohashidate, en Kyoto, y Matsushima, un conjunto de 260 islas e islotes arbolados en los que la vegetación se desborda. El ferry las recorre sin prisa y en zigzag pasando por criaderos de ostras, marcados por bosques de cañas, y cortando un agua que a veces es de color jade y a veces esmeralda. La isla de Kanejima suena como una campana cuando sopla el viento. En la de Fukuura, unida a tierra por un puente de barandas rojas por el que pasan los primeros corredores del día, los peces saltan cerca de la orilla y de unas barcas soñolientas. Es tan de mañana que aún no ha abierto el comedor del hotel. En el buffet del desayuno aún quedan atisbos de comida occidental (pan, cereales, huevos revueltos), pero en los días venideros no siempre será así. La aventura en Tohoku es visual, olfativa y gustativa. Se comen, huelen y admiran los paisajes, los platos que nunca comerá en un japonés de su ciudad europea e igual con las bebidas. Ostras en barbacoa, lengua de vaca, ternera de Maesawa, brotes enteros de bambú, arroz integral con camarones, setas de otro mundo, sopa gozuyu, hierbas del bosque, agua de musgo, té de trigo.

Hay dos buenos puntos panorámicos para admirar la bahía de Matsushima. Uno es la colina que visitó en el siglo XVII el poeta Basho Matsuo (1644-1694), gran maestro del haiku, que recorrió Japón de cabo a rabo, lo que hace sospechar que además de estar dotado para la rima, también pudo ser un ninja o un espía. La otra, menos elevada, es el balcón que ofrece un antiguo palacio, Kanrantei, construido en Kioto en el siglo XVI durante el periodo Momoyama, regalado luego a Date Masamune, el señor feudal de Sendai. Su hijo trasladó la construcción a su actual emplazamiento donde ahora se puede degustar un té verde molido y una pastita rellena de castaña por 400 yenes (3 €) mientras se paladea el archipiélago que parece sacado de una serie de esas de espadas y tronos.

A los que fueron niños en los setenta les sonará La frontera azul, una serie japonesa ambientada en China en la que unos rebeldes liderados por Lin Chung se rebelaban contra el tirano Kao. Hay algo que recuerda a aquellos episodios mientras la barcaza avanza por las tranquilas aguas del río Satetsu y el bocazas del barquero no para de contar chistes que tienen toda la pinta de ser malos de solemnidad. La garganta de Geibi (hocico majestuoso, en japonés), con sus cuevas, paredes de piedra desnuda, bosques japónicos, y en apariencia, ninguna intervención humana, es un rincón de Tohoku tan perfecto y armonioso que parece exportado de China. Hasta el mismo folleto turístico habla de la “grandeur de un paisaje chino”, rocas, cascadas y cimas que hablan de dragones, leones, dioses y árboles, cuyas hojas caen al compás de los golpes de remo. Es una naturaleza desatada, al rojo vivo, al verde vivo. La mandíbula inferior queda desencajada durante un rato. A la vuelta, en el embarcadero, una señora vende manzanas de Fukushima y parece decir “que me las quitan de las manos, oiga”.

El lector se preguntará qué es lo más impresionante de Tohoku. La gastronomía no cuenta, merece un capítulo aparte. Tal vez el aire antiguo y único de los ryokan, los hoteles y fondas tradicionales con habitaciones con suelo de tatami, en las que, en ocasiones, la cama es sustituida por un jergón de lo más cómodo y la tecnología existente fue el último grito de los ochenta, cuando Japón inundaba el mundo de gadgets. Detrás de las ventanas de marquetería y papel de arroz la lluvia repiquetea sobre tejados de latón o sobre las hojas encarnadas de los arces. Una lluvia que se encabrita y purifica. A veces la comunicación con el personal de los hoteles es tan limitada como su inglés o como el japonés del visitante. Y en ese extraño empate, siempre es mejor aprender unas pocas expresiones. ¿La primera? wakarimasen, es decir, no entiendo. Pese a todo, el ambiente y la gastronomía de los ryokan compensa el diálogo imposible.

Más allá de estas posadas, los dos grandes atractivos de Tohoku son los templos (que aúnan historia, cultura y una naturaleza enfebrecida) y el disfrute de la carretera, la libertad panorámica de la ventanilla. Campos de hortalizas; de arroz; ristras de caquis pelados secándose en las ventanas de las casas que acabarán en botes de conserva para que el invierno sea más dulce; un cartel electoral desgastado de Shinzo Abe, el primer ministro, que acabó siendo reelegido; talleres mecánicos; concesionarios de automóviles con sus carteles luminosos desafiando a la noche: Suzuki, Nissan, Honda, Toyota, Kubota, Daihatsu; peluquerías con anuncios de Shiseido y Kanebo.

Los supermercados 24 horas venden fruta, café, mascarillas para el catarro, medicinas, frankfurts, frutos secos y, en lugar visible, revistas pornográficas con chicas jóvenes vestidas de adolescentes, cerradas con una tira de papel o de plástico para que nadie pueda fisgar. A lo largo de la ruta se repiten los mismos establecimientos con distintas iluminaciones: Lawson, Family Mart, Seven Eleven, New Daily Store. A veces, en los arrabales de las ciudades aparecen hipermercados con nombres literarios y simpáticos: Aladdin, Gulliver…

No importa que la zona o la localidad sean más o menos remotas, más o menos pobladas, que a cada paso aparecen los populares jido hanbaiki, más conocidos por su abreviatura, jihanki, que son las omnipresentes máquinas expendedoras de refrescos e infusiones. En realidad un ejército de robots en un país donde no hay fuerzas armadas al uso. En los jihanki puede haber hasta media docena de bebidas de té y más de 20 tipos distintos de café, con o sin leche, con mucho o poco azúcar, negro, descafeinado... La mayoría de veces está frío, pero hay modelos en que también se sirve caliente. Son algo más que dispensadores. En casos de terremoto grave (en Japón cada día se registran varias decenas de seísmos de escala 3 y 4, que son leves para los lugareños) o apagones generales funcionan como despensa de emergencia hasta el punto que se pueden consumir sus productos gratis. Durante el día alegran el paisaje, por la noche actúan como serenos, delimitando cruces, iluminando campos de manzanos protegidos por redes. Cuervos ávidos de postre que esperáis pacientemente sobre el tendido eléctrico, absteneos.

El agua lleva la voz cantante en Tohoku: torrentes desbocados, ríos salvajes, baños calientes y un mar de cuento que si se enfurece, es mucho peor que Godzilla

Tohoku es bello por todo eso y también por el agua. El agua estancada de las albercas con sus flores de loto secas, cabizbajas, muertas. El agua febril que relaja en los baños rituales, los onsen. O el agua fangosa que se desboca y asilvestra en los ríos y torrentes que van paralelos a la carretera o se despeñan montaña abajo al lado de pequeños núcleos poblados, donde se concentran una tienda, un restaurante de carnes a la brasa y una barbería bastante más sofisticada que la que sale en la película La anguila de Shohei Imamura: “Corte de señor, 1.000 yenes. Corte de niño, 800. Cortar y teñir, 3.200. Afeitado…”. El cilindro de la barbería gira sin descanso y hasta hipnotiza un poco, un estado al que el viajero se acostumbra y no necesariamente por el desfase horario.

Hipnotizan los estanques del templo Motsuji, en Hiraizumi, donde la naturaleza roba el protagonismo a todo, se eleva y zambulle en el lago. Hipnotiza el Salón Dorado del vecino templo Chusonji con sus 900 años y ni una arruga. Y los árboles iluminados de fucsia, verde y azul en el templo de Entsuin, en Matsushima, que es más espectacular si cabe si se visita al atardecer.

Es difícil ponerse de acuerdo en cuál de todos se lleva la palma. ¿Acaso el del Monte Haguro con su pagoda de cinco pisos y los monjes Yamabushi orando y entrenándose como Uma Thurman en Kill Bill? El mismo templo Haguro que presenció el poeta Batshuo y que cuenta con 2.446 escalones. ¿Acaso es el templo de Ryushaku, en Yamadera, encaramado a la montaña? Tal vez la mejor vista de todo Tohoku… una panorámica que tiene un precio y no el de la entrada, sino el de las escaleras que subir hasta una cima, perfumada por el incienso que quema frente a los altares. Ah, por cierto, si van un día a Yamadera, apenas verán carteles que no sean en japonés. Los que están en inglés advierten al visitante que vaya con cuidado con los monos. No se ve ninguno. Un rato más tarde, esos u otros macacos, descansan en un talud de la carretera mirando con desdén de estrella de Hollywood a quienes les fotografían.

Es duro despedirse de la provincia, a uno le gustaría sumergirse unos días más, y de manera permanente, en el agua bien caliente de unos baños en Ginzan Onsen, una calle irrepetible de la ciudad de Obanazawa (Yamagata), edificada a lado y lado de un río, donde se codean restaurantes, posadas, tiendas. Una meca balnearia de Japón. O tal vez quedarse a contemplar los tejados de paja de las viejas casas de huéspedes de Ouchijuku, alineadas en una gran avenida y flanqueadas por acequias que antes y ahora sirven para apagar un incendio… o para enfríar las bebidas de los actuales restaurantes.

Ouchijuku era una ciudad que hospedaba a los señores feudales y sus sirvientes cada vez que viajaban a Edo, el antiguo Tokio, lo cual era obligatorio cada ciertos meses. Sin ser samuráis ni ninjas hay que dejar el poblado y regresar a Tokio. En la furgoneta, camino de la estación, Tohoku brinda un último baile: montañas con sus bosques de árboles escupiendo lava roja, un río que quiere arrancar toda la tierra que lo encauza, más jihankis, frutales a punto de partirse por el peso de los caquis, los concesionarios de coches abiertos, pero con ganas de cerrar. Es viernes. En el andén, una catarata de emociones y tonalidades. En la butaca, con el paisaje borroso y fugitivo en la ventanilla, un sorbo de café con regusto a melancolía.

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