Alicientes añadidos

Votar es fácil. Tienes que esperar al día de autos, llevar encima el DNI e ir al colegio electoral que te toca. Sabes cuál es porque has recibido la tarjeta censal que te lo indica. Generalmente está cerca de tu casa. Es una medida comprensible, pero que te hiciesen votar en otro colegio situado en la otra punta de tu ciudad sería más distraído –tendrías que coger el metro, algún autobús o un taxi– y conocerías mundo. Hay gente (entre la que me cuento) que casi nunca sale de su barrio y se pierde la oportunidad de descubrir que, unos cuantos kilómetros más allá, también hay personas con la misma cara de somnolencia que los vecinos que encuentras en cada jornada electoral, haciendo cola frente a la urna. Y a ésos ya los tienes muy vistos.

EN CADA JORNADA ELECTORAL TE ENCUENTRAS CON LOS MISMOS VECINOS

Lo ideal sería llevar esta situación al extremo y que los residentes en un municipio votasen en otro, distante a poder ser. No me vengan con que eso complicaría los recuentos y que las circunscripciones electorales tal y cual, porque, tal como nos repiten constantemente, hoy en día con la informática nada es imposible. Votar en un pueblo o una ciudad distantes permitiría la observación antropológica. Dado que a menudo las urnas se instalan en centros educativos (guarderías incluidas), podría uno observar si los dibujos que cuelgan de las paredes son tan elementales como los de tu municipio. ¿Y las cabinas de votación? ¿Tampoco se utilizan? Desde hace décadas, nunca he visto a nadie meterse en ellas para colocar la papeleta dentro del sobre. Desde que durante las semanas previas los partidos políticos inundan los buzones con sus sobres ya preparados, la gente acostumbra a salir de casa con su decisión a punto y en el bolsillo.

De paso, se beneficiarían las empresas de transporte, que incrementarían su número de viajeros, e Instagram, porque no habría votante que no colgase fotos de los lugares más idílicos o pintorescos del municipio al que ha ido a parar. Sin olvidar a los restaurantes, que verían cómo muchos de los electores que se han desplazado para meter su papeleta en la urna optarían por comer algo antes de volver a casa. A mí, por ejemplo, me encantaría votar en Barbastro. Antes de volver a tomar el tren o el coche para regresar a casa, me zamparía alguna de esas tripas de cordero rellenas de arroz y trocitos de corazón que llaman chiretas. Igual no me gustan, pero, perezoso como soy, si no es con esa excusa electoral cada vez veo más claro que me voy a morir sin haberlas probado.

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