Amigo chimpancé

Muchos de ustedes habrán leído la entrevista al primatólogo Frans de Waal que esta revista publicó hace unas semanas. Este hombre, recordarán, lleva más de cuarenta años observando de cerca el comportamiento de algunas especies como chimpancés, elefantes y topillos, y llega a conclusiones realmente asombrosas.

Ellos se abrazan después de sus riñas, nosotoros sacamos los cuchillos

De Waal sostiene que los animales no son tan diferentes de nosotros como nos gusta pensar. Esas especies, y otras muchas estudiadas por otros equipos, se comportan con empatía cuando es necesario, sienten profundos afectos que podríamos denominar de amistad, planifican sus acciones y hasta aplican la justicia.

Todo esto no son meras teorías imaginadas sobre un papel, sino comportamientos comprobados una y otra vez en la observación directa. Las hembras bonobo, por ejemplo, acuden en auxilio de la que pide ayuda cuando un macho la está agrediendo y lo persiguen hasta que la deja en paz. Los chimpancés se reconcilian y se abrazan después de una pelea. Y las extraordinarias hembras de elefante se desplazan de dos en dos, ayudándose en el cuidado de las crías. Quienes tenemos animales cerca lo sabemos muy bien. Conocemos, por ejemplo, las relaciones de amistad entre gatos o perros –incluso entre gatos y perros– y sabemos cómo juegan los unos con los otros, cómo se defienden mutuamente de los peligros y cómo se echan de menos cuando alguno de ellos desaparece.

De Waal insiste en algunas ideas que me parecen fundamentales. Especialmente, en nuestro gran error al considerarnos mejores que el resto de las especies animales, justificando así la explotación, el abuso y el mal trato al que solemos someterlas con alegría. La construcción antropocéntrica de nuestras sociedades –esa concepción de superioridad moral del ser humano, tan extendida– nos ha hecho olvidarnos de que nosotros también somos animales. Justifica que causemos daños terribles en nuestro entorno y que tratemos con una crueldad inaudita a aquellas otras especies a las que consideramos enemigas o, aún peor, útiles.

Porque lo malo no es que nos comamos a los pollos o las terneras, sino cómo los tratamos antes de comérnoslos, como si algún poder divino nos autorizase a la tortura y la indiferencia ética. Los chimpancés se abrazan después de sus riñas. Nosotros, si podemos, sacamos los cuchillos. Igual resulta que lo de que somos mejores no es más que una leyenda.

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