El año

Se terminó un año y seguramente la mayor parte de nosotros hemos celebrado la llegada del nuevo con los ritos correspondientes, ya saben, uvas, cava, ropa interior roja, un puñado de euros apretados en la mano, o que sé yo qué supersticiones propias –además de los abrazos y deseos de felicidad a todo el mundo–, como si durante un rato de esa noche fingiéramos creer que todo eso va a servirnos para pasar los siguientes doce meses protegidos contra la mala suerte, rodeados de amor o envueltos en dinero.

He abrazado a mis seres queridos con la misma decisión que si fuéramos eternos

Me gustan todos esos gestos de autocelebración, esas fiestas colectivas en torno a la nimiedad, por mucho que sean inú­tiles y hasta un poco ridículas. Es precisamente su inutilidad, y ese punto que tienen de tontería, lo que me interesa de ellas. Me gustan porque no dejan de ser una aceptación tácita, a menudo inconsciente, de nuestra fragilidad y pequeñez. Sabemos que somos muy poquita cosa, seres perdidos en medio de una vida que tiende a ser hostil e inevitablemente efímera. Que nuestra suerte en el año que transcurrirá desde ahora depende de infinidad de circunstancias que poco o nada tienen que ver con nosotros mismos, ni con nuestra voluntad o disposición, ni con nuestras torpes conjuras contra la desdicha.

Sabemos incluso que el tiempo, tal y como lo contamos desde nuestra diminuta perspectiva de humanos, no deja de ser una convención. El hecho de que un año con un nombre concreto termine o empiece no tiene ningún significado real, salvo en lo referente a la rotación de la Tierra. Otras civilizaciones definieron –y aún definen– ese ciclo rotatorio de maneras diferentes a las nuestras, y lo cierto es que el planeta no se detuvo, las estrellas no dejaron de brillar, el universo no explotó. Y ninguna vida se vio afectada por ese hecho. Lo que entendemos por tiempo, y que se lo pregunten si no a los físicos, no es más que un acuerdo para poder ir tirando y no volvernos del todo locos en un territorio inabarcable en el que, en realidad, pasado, presente y futuro suceden a la vez.

Por eso, precisamente por eso, por la consciencia que tengo de mi ignorancia y mi intrascendencia, me he agarrado hace dos días con firmeza a mis uvas y mi copa de cava a medida que sonaban las campanadas, y he abrazado a mis seres queridos con la misma decisión que si fuéramos eternos e inquebrantables. Feliz año a tod@s, sí.

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