Bendito James Salter

Quienes me siguen de manera habitual saben que en estas fechas suelo hablar de algún libro que me haya emocionado particularmente, como una especie de pequeño regalo veraniego para mis lectores. A veces me he encontrado a gente molesta por mis recomendaciones: se habían comprado el libro y no les había gustado. Vaya pues por delante la advertencia de que, quienes busquen novelas de entretenimiento o, como dicen muchas personas, “fáciles de leer”, no van a encontrar en mí una prescriptora.

Me gusta la literatura compleja. Como lectora –también como escritora–, lo que busco en las novelas es la reflexión sobre el alma humana, y, por desdicha, me temo que el alma humana no es precisamente un territorio llano y luminoso. Y me interesan especialmente los escritores que no dan nada por supuesto respecto al lenguaje, aquellos que huyen de los tópicos y las palabras manidas y, como un picador en una mina, buscan lo más valioso debajo de las capas polvorientas de lo visible. Y no me refiero precisamente a utilizar el diccionario de sinónimos rastreando la palabra más rara. No hablo de rareza, sino de claridad y de belleza.

Para escribir una gran novela no hace falta una gran historia, sino un gran escritor

Sabio en lo referente al alma humana y maestro absoluto en el uso de las palabras. Eso era el escritor que voy a recomendarles este verano, al menos a quienes compartan conmigo los gustos literarios. James Salter, un novelista neoyorquino que acaba de fallecer a los noventa años. Ignoro por qué razón, Salter no es muy conocido en España. Pero quienes le hemos leído, podríamos ponernos de rodillas ante su tumba en un gesto de admiración y de agradecimiento. De entre sus libros, elijo la novela Años luz (en excelente traducción de Jaime Zulaika, Ediciones Salamandra, 2013). Fue la primera obra suya que leí, y lo hice sin aliento, sintiéndome tan asombrada y pequeñita –como escritora, quiero decir– como cuando leo a Tolstói o a Dostoievski.

Años luz –publicada en 1975– no narra nada especial. No hay tramas trepidantes ni buenos y malos. Sólo es la historia de un matrimonio, los Berland, a lo largo de los años. Y es la demostración de que, en contra de lo que muchos piensan, para escribir una gran novela no hace falta una gran historia, sino un gran escritor. Ese bendito James Salter, sobre el que una no puede evitar preguntarse cuál fue el dios que se acercó a su cuna y le regaló tanto, tanto talento.

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