Cambio de rumbo

A ver si me aclaro. Ahora, ¿mola o no mola meterse con la Nochevieja? Cuando un servidor era joven, era inhabitual burlarse de los rituales de Fin de Año: que si las uvas, que si las piezas de ropa interior de color rojo, que si los encuentros con familiares con los que no tienes ningunas ganas de encontrarte, que si las risas y la alegría obligatorias... Resultaba provocón, porque a la mayoría de la ciudadanía le parecían deliciosas.

He aquí mi propósito para este nuevo año que comienza el viernes próximo

Pero, tanto y tanto nos metimos con eso, que llegó un punto en el que dejó de ser divertido. Primero éramos cuatro gatos, pero cada vez más gente le cogió gusto al asunto, y un año –imposible precisar cuál– esa opción ya resultaba gregaria. Cuando son pocos los que llevan la contraria a la opinión generalizada la cosa puede tener gracia, pero cuando la opinión generalizada deja de serlo porque ya son más los que se chotean de ella (y esta se convierte en la nueva opinión generalizada), quizá llega el momento de frenar. El problema surge si realmente no comulgas con esas celebraciones. Desde que dejé de ser niño, y mis padres dejaron de mantener mi débil ilusión por esperar a que diesen las doce campanadas, pocas veces he celebrado el cambio de año. Siempre que llega finales de agosto me muero por comer uvas moscatel, pero las disfruto entonces, pausadamente, y no espero a tragarme, cuatro meses después, doce granos de uvas peladas y desaboridas. En ocasiones llevo slips de color rojo, pero nunca en Nochevieja. Si a veces me encuentro con familiares es porque me apuntan con una escopeta, y –gracias a Dios y a mi antipatía– esa noche no se da el caso.

Este año he decidido cambiar de chip. Seguiré pensando lo mismo de siempre, pero dejaré de manifestarlo. De momento estoy dando grandes saltos de alegría: uno más cada día a medida que se acerca Nochevieja. Empecé a mediados de diciembre por lo que, si los cálculos no me fallan, el día 31 ya daré 16 saltos. En el pasillo de casa. Eso sí, en cuanto sean las 10 de la noche me meteré en la cama, como cada día. Con tapones en las orejas para no oír las musiquillas y el griterío de los vecinos. Así, por la mañana estaré fresco como una rosa para sentarme ante la tele y contemplar el concierto de la Filarmónica de Viena que cada Año Nuevo retransmiten, con la Marcha Radetzky de Strauss padre como punto culminante. Tras eso intentaré empezar a ilusionarme con la llegada de los Reyes, a ver si lo consigo. Año nuevo, vida nueva.

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