El carlismo no se cura

Siempre hay algo en Baroja de eso que los franceses llaman pétillant, el grato pellizco que producen las burbujas del champán en la lengua y el paladar. Claro que los maliciosos podrán decir que en Baroja ese picorcillo no lo produce el champán, ni siquiera el agua de Vichy, sino la castiza gaseosa. Como quieran, pero en orden a burbujas todas son una maravilla, como las estrellas, a las que tanto se parecen. A la debida distancia, no hay estrella fea ni una burbuja por cuyas venas no corra el mismo aristocrático gas carbónico, todas son de gas azul. Pero Baroja, que atinó tantas veces con apotegmas que son ya del acerbo universal (“El psicoanálisis es el cubismo de la medicina” o “El Pensamiento Navarro, gran oxímoron”), se equivocó en el que acaso es el más famoso de los suyos, “El carlismo se cura viajando”. Entendía por carlismo todo lo cerril, oscurantista e intransigente. Pues bien, en esta ocasión el tiempo ha quitado la razón al liberal don Pío: el carlismo no se cura ni viajando. De hecho, algunos viajan para acreditárselo y subirlo de punto.

No se entiende cómo nadie ha pedido aún el indulto de los pobres tomates de Buñol

Y no se dice aquí por el carlismo rampante de ETA en tournée permanente por Argelia o Venezuela ni por esos 2.500 europeos que han viajado hasta Siria e Iraq para cortar cabezas en las hordas yihadistas. Ni siquiera hablamos de esas otras hordas turísticas que viajan desde el norte para arrasar el sur con sus descerebrados modos de entender el esparcimiento. Piensa uno ahora en un carlismo local no por incruento menos desolador. Vienen a doctorarse en él, nos dicen, de todas partes del mundo. Hablamos, cómo no, de la célebre tomatina de Buñol, esa bacanal en la que unos miles de enajenados irreversibles, crónicos y accidentales se rebozan como salvajes en un vómito tomatil de color rojo carlista por las calles del pueblo. Acostumbrados a las protestas ciudadanas por las corridas de toros, no se entiende cómo nadie ha pedido aún el indulto de los pobres tomates de Buñol, siquiera por razones de salubridad mental. Tampoco hace falta viajar mucho para saber que 120 toneladas de tomates tratados así son un serio problema moral (“más de mil millones de seres humanos padecen hambre en el mundo”) y un serio problema estético. Pero como diría Baroja, es difícil acabar con el carlismo en un país de “curas, moscas y carabineros”. Los curas de hoy se llaman concejales, y los carabineros prescriben el calibre de los tomates. Por suerte, las moscas siguen siendo las mismas.

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