Cartas de España

José Blanco White, cura y relapso, fue desde su juventud un hombre con inclinaciones literarias. Su padre, un comerciante inglés afincado en Andalucía, Mr. White, tiñó su apellido para mimetizarse con el color local, y el Blanco lo heredó su hijo. Cuando este ahorcó la sotana y emigró a Inglaterra, donde vivió hasta su muerte, desempolvó el White pero no renunció al Blanco, pues, al contrario que su padre, le importaba recordarse y recordar a sus nuevos paisanos quién era y qué hacía tan lejos de casa un antiguo papista como él. A partir de entonces hizo de su lucha contra la iglesia de Roma, sus dogmas, los jesuitas y el oscurantismo religioso español, el centro de su vida, y como los de la Iglesia de Inglaterra le parecían mejores y más finos, se hizo ministro anglicano. Escribió mucho. Entre sus obras, unas Cartas de España, que ha leído uno estos días.

Tendemos a magnificar la época que vivimos pintándola con trazos dramáticos

Ni qué decir tiene que Blanco White, uno de los grandes heterodoxos españoles, ha sido utilizado durante doscientos años por aquellos que buscaban argumentos para demostrar nuestro secular cerrilismo, origen de todos los males de la nación española. Leídas dos siglos después, ¿prueban estas cartas algo al respecto? Sí, lo mismo que probaron, respecto de Inglaterra, los escritos de Swift o los diarios de Pepys: en todas partes cuecen habas.

Las cosas que le escandalizan principalmente, la Inquisición, la reclusión forzada y de por vida de muchachas en conventos o la vida disipada e hipócrita del clero y de las cortes de Carlos IV y Fernando VII, no nos parecen diferentes de las que Stendhal contaba, por los mismos años, a propósito de la depravación que sumía al clero de Italia o del cerrilismo de la nobleza provinciana en Francia. Se ve que todos tendemos a magnificar la época que vivimos, pintándola con trazos dramáticos, aunque sólo sea para asignarnos en el drama un papel a la altura. Oímos de España en estos tiempo cosas que le dejan a uno atónito (“la más devaluada democracia de Europa” sería la más leve), pues le obligan a uno a mirar a sus vecinos y comparar. Estas Cartas de España están muy bien, son entretenidas, hay en ellas impagables detalles exactos, pero tienen ya de España lo que los terroríficos cuentos de las Mil y una noches tienen de reales. Sólo siguen leyéndose porque son literatura. Por suerte.

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