Contra el ébola

No cabe duda de que el rescate del misionero Miguel Pajares, enfermo de ébola en Liberia, fue un auténtico despliegue de eficacia y de tecnología. Avión medicalizado, aislamiento total, militares y personal sanitario protegidos contra la menor posibilidad de contagio y un hospital preparado –aunque fuera con cierta urgencia– para acoger a ese pobre hombre aquejado de una enfermedad tan peligrosa. Todo carísimo y eficientísimo, una demostración del poderío occidental.

Como ciudadana española no me siento orgullosa de semejante hazaña. Pienso en cambio en esos miles de enfermos de varios países africanos abandonados a su suerte, sufriendo una epidemia terrible en las mismas condiciones en que los europeos de hace siglos sufrían la peste: sin recursos para evitar el contagio y sin medicinas que alivien al menos los peores síntomas. Es más, las imágenes del traslado del misionero me dan vergüenza. Y creo que él mismo, de haber sobrevivido a su enfermedad, se habría sentido abochornado del costoso espectáculo montado para traerle a morir a España.

Esas imágenes se me mezclan con las del maltrato a los inmigrantes en Melilla

Esas imágenes se me mezclan con otras que nos acompañan desde hace meses: el maltrato que España y Marruecos están dando a los inmigrantes subsaharianos que intentan atravesar la valla de Melilla, uno más de los muchos muros vergonzantes que la humanidad ha levantado a lo largo de su historia. Más vergonzante aún que otros porque, en este caso, lo que separa ese muro es a los ricos de los pobres.

Llevamos demasiado tiempo soportando esas imágenes insoportables: gentes que han padecido lo indescriptible para alcanzar este “paraíso” y que se ven tratadas como ratas por las fuerzas de seguridad marroquíes y españolas (bajo órdenes de ambos gobiernos, por supuesto).

Algunos intentan desacreditarnos a quienes creemos que hay otras maneras de comportarse con los seres humanos más desfavorecidos y otras formas de hacer política que faciliten la democratización y la salida del continente africano de la pobreza. Ya basta de encogernos de hombros y decirnos los unos a los otros que no se puede hacer nada. Sólo la rebeldía frente a lo establecido cambia el mundo. Y si no, que se lo pregunten a Jesús, que se alzó contra la tradición judía y la ley romana. Sospecho que Miguel Pajares, que predicaba la palabra de Cristo, me habría dado la razón de haber podido.

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