Cosmética

Mi hijo Jaime siempre ha sido un gran optimista. Cuando volvía a casa del colegio después de un examen de primaria o secundaria, yo descodificaba sus palabras y así solía adivinar la nota que después recibiría. Si entraba como una bala arrancándose a tirones la mochila y gritando “¡bordao, madre, me ha salido bordao!”, en vez del 10 que él presuponía, yo contaba con un 7. Si a mi pregunta de ¿qué tal? contestaba con un categórico “genial”, yo ya sabía de antemano que la nota andaría por el 5 raspado. Cuando sus cábalas eran algo así como “bastante bien, creo”, ya se pueden ustedes imaginar…

se hacen malabares con el lenguaje para maquillar la realidad

He recordado aquella singular vara de medir de mi hijo al hilo de los resultados que he oído en la radio hace unos días acerca de la última oleada del EGM, ese estudio que periódicamente evalúa el consumo de medios de comunicación por parte de los lectores, los espectadores o –en este caso concreto– los oyentes. Como en mi casa tenemos la desleal y un tanto esquizofrénica costumbre de sintonizar tres y hasta cuatro emisoras distintas a veces incluso de manera simultánea –una en el despertador, otra en el cuarto de baño, una tercera en la cocina, varias en el coche…–, la muestra que he logrado recoger ha sido bastante amplia. Y el resultado, altamente desconcertante: todas las cadenas parecen haber resultado victoriosas. O eso pretenden hacernos creer.

Permítanme que les ilustre. ¿Que un cierto programa no llegó al millón de oyentes? Jamás oiremos decir que queda por debajo de tal cifra, sino que la roza. ¿Que hay otro espacio de otra cadena que a la misma hora les echa la pata? Raramente mencionarán con humildad que queda en segunda posición, sino que apunta al liderazgo. ¿Que un programa no gana audiencia y se mantiene estancado en sus registros? Ni de broma reconocerán que ahí sigue tal cual, sino que usarán la rotunda expresión “se consolida”.

Este panorama radiofónico es tan sólo un mero ejemplo del cada vez más extendido afán por hacer malabares con el lenguaje con la intención de sonar positivos, optimistas, asertivos, y hasta triunfales; para eludir así el derrotismo o –simplemente– maquillar la realidad a nuestro antojo. Lo usan los medios, los políticos, la comunicación corporativa, los publicistas, cualquiera de nosotros según la burra que pretendamos vender. Puritita cosmética verbal.

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