Derecho a decidir

Escribo este artículo unas horas después de la exitosa Diada que lanzó a las calles de Barcelona a cientos de miles de personas exigiendo la celebración de un referéndum sobre el futuro de Catalunya. Ya lo he dicho aquí en alguna ocasión: no acabo de entender el empeño del Gobierno de España y de ciertos partidos estatales en negarle a la gente su derecho a expresarse sobre un asunto tan fundamental. Las razones esgrimidas son de tipo jurídico y se amparan en la mentadísima Constitución. Sin embargo, no todos los juristas opinan de la misma forma: como bien sabemos, la mayor parte de las leyes se pueden interpretar de maneras diferentes, y a menudo la interpretación depende de la buena o mala voluntad. Pero además, si la norma legal negara la realización de un ansia que tantos ciudadanos expresan, habría que cambiarla: una ley que se opone a una exigencia social de ese carácter termina por ser injusta. Y la injusticia de la ley es un argumento ético para rebelarse en su contra.

Una ley que se opone a una exigencia social termina por ser injusta

No voy a entrar a debatir el porqué del deseo independentista de muchos catalanes ni la evidente manipulación que algunos políticos hacen de una aspiración que me parece legítima. Ni siquiera hablaré de las consecuencias negativas para ambas partes de una posible segregación de Catalunya. Tan sólo quiero defender el derecho de la ciudadanía a expresar sus opiniones. En realidad, ya lo han hecho en las últimas elecciones autonómicas: una clara mayoría de los diputados del Parlament defiende posiciones soberanistas. Ahora los catalanes quieren ir un paso más allá y exigen una participación más activa en los asuntos de gobierno, como está ocurriendo en casi todas las sociedades democráticas, hartas de los errores y las traiciones de los políticos electos. Estoy convencida de que esa exigencia irá creciendo en las próximas décadas, y las consultas populares acabarán siendo tan comunes como las propias elecciones. Intentar convertirlas en algo prohibido sólo demuestra miedo. Miedo a la voz de la calle, que puede terminar por destruir el estatus de una élite privilegiada. Miedo y una preocupante tendencia al autoritarismo, que es la manera como el poder suele protegerse cuando se ve en peligro. Pero el autoritarismo sólo conduce al malestar y la violencia social. Quienes tanto insisten en negar a los catalanes su derecho a decidir deberían pensar en las consecuencias de ese empecinamiento.

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