Doscientos cincuenta

Ha dicho Arnaldo Otegi: “Hay 250 presos de ETA y habrá 250 recibimientos”. Se refería a los homenajes a los presos que van saliendo de la cárcel, a veces tras largas condenas por crímenes horribles. Muchos de esos recibimientos los acompañan de antorchas al más puro estilo Leni Riefenstahl. El dirigente justificó estas algazaras pirotécnicas: “No estamos dispuestos a que nos digan a quién podemos recibir ni a quién podemos abrazar”.

Cada vez que un etarra es recibido con honores el dolor que causó se recrudece

El debate del siglo XIX sobre las penas carcelarias no ha cesado. Su cumplimiento persigue no tanto el arrepentimiento del reo (al fin y al cabo quién puede saber lo que lleva en su cabeza un asesino, y más aún descerebrado), sino su reinserción social, esta mucho más fácil de comprobar conforme a las leyes que nos rigen a todos. Es sabido que la mayor parte de los presos de ETA no se han arrepentido de ninguno de los asesinatos que cometieron, al contrario, y que tampoco necesitan reinsertarse porque no vuelven al mundo de la ley, sino a la misma comunidad de 200.000 personas que los alentaron para que los cometieran. Por eso regresan como héroes y no como villanos. El propio Otegi lo expuso con su proverbial jovialidad: “Lo siento si hemos generado más dolor a las víctimas del que teníamos derecho a hacer”. O sea, volverán a causarlo si está en su mano y se dan las circunstancias.

Al acceder al gobierno de Navarra, la socialista María Chivite, estocolmizada al fin por el mundo abertzale, susurró: “ETA ha dejado de matar ya hace ocho años”. No es exactamente así. Cada vez que un preso es recibido con honores resuena de nuevo el tiro o el estallido de la bomba y el dolor que causó se recrudece. Pero tienen derecho a causarlo, nos dicen. El 83% de los militantes socialistas navarros han dado la razón a Chivite, 200.000 vascos se la dan a Otegi y quedan 300 asesinatos sin esclarecer, o sea, sin celebrar. Eso es todo.

¿Qué hacer? Acaso sólo recordar a JRJ. Le pidió su mujer que fuera a saludar a Serrano Poncela, a la sazón su jefe en la Universidad de Puerto Rico, relacionado con las matanzas de Paracuellos en la Guerra Civil. El poeta fue tajante: “No he llegado hasta aquí para acabar dando la mano a un asesino”. Y era sólo la mano. De ir a cenar, ni siquiera hablamos.

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