Ese era su encanto

Tras una tentativa fallida en tierras leonesas, mi tierra nativa, dimos, al fin, hace ya treinta y cinco años, con una casa en la que se convertiría nuestra tierra de adopción, Extremadura. La casa de la vida. La buscábamos en un pueblo y pequeña, pero resultó grande, vieja y en mitad del campo. En realidad era una ruina, más que grande era destartalada y, sí, era solitaria. Pero no tanto como para no tener a menos de un kilómetro a un vecino que vivía en otra no menos vieja, grande y solitaria, celada por olivos y seculares alcornoques, como también la nuestra. Aquel vecindaje fue providencial y una de las mejores cosas que nos hayan sucedido.

Hombre estricto para consigo mismo, su inclinación era la de comprender a todos

Muy desde el principio comprendimos que aquel hombre era una persona especial. Cautivaba, en primer lugar, su idioma. Claro que la sintaxis sólo tiene valor, al menos para mí, si se sustenta en sólidos y nobles principios humanos, como los de Sancho y don Quijote. Nuestro vecino se parecía también a ellos dos en su amor a las historias y al coloquio. El que hemos mantenido con él durante estos años, un precioso regalo del azar, ha llegado a su fin. Cuando en una ocasión le confesé que anotaba en una libreta muchas de las palabras que decía, sus giros y refranes, le chocó sobremanera: “Para los dicharachos que digo...”. Le extrañaba que alguien como yo se interesara por alguien que, como él, apenas había pasado por la escuela: “Cuando me puse con mi padre con la yunta tenía once o doce años, y no era quién a poner el cabezal a las bestias”. El último verdadero hombre de campo que hayamos conocido, Manuel Gómez Bonilla, acaba de morir y podrían decirse de él todas y cada una de las virtudes que Jorge Manrique enumeró en sus célebres Coplas con ocasión de la muerte de su padre.

Siendo un hombre estricto para consigo mismo, su inclinación era la de comprender a todos. De su propio padre decía “que tenía el vicio de fumar, ese era su encanto” (lo que le ­encantaba). Hojeo ahora esa libreta, y me digo: su idioma ­vivísimo y actual, tan expresivo y primitivo, nos salvará. “La vida es un engaño manifiesto”, solía repetir también ante las ­grandes desgracias, pero lo cierto es que su encanto fue la vida, el ser cabal como el descabalado don Quijote y el ser dicharachero como Sancho, y así lo prueba el amor que les tuvo a las palabras.

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