La Europa que (no) amo

Si alguna identidad es la mía –aparte de la de habitante temporal de este pequeño y frágil planeta llamado Tierra–, es la de ciudadana europea. Con mucha mayor intensidad que la de española. Así es como me siento cuando me desplazo por este continente y, aún más, casi, cuando estoy en otros: sentada en un banco de Central Park o junto al Nilo, por ejemplo, si pienso en mí, es como europea. Como afortunada europea. Igual que bajo los tilos de Viena o al lado de los canales de Gante.

No podemos construir nuestro bienestar sobre la indiferencia hacia los refugiados

Siempre me ha parecido que he tenido suerte de nacer en esta parte del mundo, y en este momento de la historia. Me gusta este continente de la razón y la cultura, el espacio de respeto a los derechos humanos y de protección de los más vulnerables que hemos construido entre todos. No se me olvida, por supuesto, que venimos de la atrocidad. De las mayores atrocidades. Igual que me siento segura, identificada y hasta un pelín orgullosa mientras recorro Europa como una más, debo decir que esos viajes me traen una y otra vez a la mente, inevitablemente, el hecho de que nuestra tierra es una inmensa fosa común en la que yacen los cadáveres de los millones y millones de personas sacrificadas en las eternas guerras que asolaron el continente hasta ayer mismo. Tal vez esa sea una razón más para admirarnos y respetarnos: la manera como hemos conseguido superar el afán de conquista y dominio y establecer unas relaciones basadas en el diálogo y en el ideal de la paz como el mayor de los logros humanos.

Pero siempre he pensado también que no podemos construir nuestro bienestar económico sobre la explotación de los otros, ni nuestra tranquilidad sobre la indiferencia hacia el dolor ajeno. Esta Europa que se lava las manos frente a los refugiados de las guerras y de las tiranías, la que levanta vallas con cuchillas asesinas en Ceuta y Melilla, la que se deshace de sus responsabilidades con las víctimas de la violencia o la pobreza depositándolas en manos de países sospechosos mediante el truco sucio de darles dinero, sonreírles y, después, mirar hacia otro lado, esta Europa insolidaria y cínica, este continente de pijos perfumados y limpitos que no quieren rozarse con los embarrados y los mugrientos del mundo no es el mío. Que no usen mi nombre ni mi profunda convicción de europea para defender esas políticas repugnantes.

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