Felices aromas (y fiestas)

Paso el domingo en casa de unos amigos que viven en una aldea asturiana. A punto de sentarnos a comer, aparece una visita inesperada: una vecina, muy anciana, y que sin duda no está pasando uno de sus mejores días. A pesar de que apenas puede ver, ha atravesado con su bastón varios caminos hasta llegar a esa casa que fue de su abuela y en la que ella vivió durante su infancia y su juventud.

Y COMIMOS SINTIÉNDONOS AFORTUNADOS DE HABERLE CONCEDIDO INSTANTES DE ALEGRÍA

Malhumorada y nerviosa, la anciana quiere asegurarse de que todo está igual que entonces. Mi amiga la hace pasar y va enseñándole las habitaciones, confirmándole que aún están los muebles y las cosas por las que ella pregunta. Afortunadamente para las dos, sus dificultades de visión le impiden comprobar que, en realidad, no queda nada de todo aquello. Es una escena triste, claro: una mujer, al borde de los cien años, agarrada a un pasado que ya no existe. Alguien cuya mente se ha alejado de la realidad y que reivindica sus derechos de propiedad sobre un lugar que hace tiempo que no le pertenece.

Pero, de pronto, todo cambia. Al salir de nuevo al jardín, la anciana pregunta por “sus” rosales. Mi amiga le insiste en que están allí, bien cuidados y hermosos. Para demostrárselo, corta una rosa de una de sus plantas y se la da. Una rosa roja, abierta y profundamente perfumada, que todavía luce su esplendor en medio del otoño benigno. La anciana acerca la flor a su nariz y entonces, de pronto, ocurre el milagro: una enorme sonrisa aparece en su cara, la sonrisa de la niña que fue y que regresa por un momento, al fin serena y feliz, a una mañana de domingo de hace ochenta o noventa años. Después se va, contenta, con su rosa del tiempo en una mano mientras la otra se apoya firmemente en el bastón. Nos sentamos a comer sintiéndonos afortunados de haberle concedido unos instantes de alegría. Y hablamos sobre el increíble poder de los olores en nuestro cerebro, sobre cómo un aroma determinado, bueno o malo, tiene la capacidad de despertar recuerdos lejanísimos y hacerlos vívidos y vibrantes.

Este es el mes por excelencia de los recuerdos. Y el de los olores. Les deseo que todos los pavos, besugos y corderos, los langostinos y las sopas de pescado, los turrones, mazapanes y peras al vino que puedan oler a lo largo de las ya cercanas Navidades despierten en ustedes memorias dulces y tranquilizadoras, como hizo la rosa de mi anciana. Felices fiestas, de verdad.

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