Frustración

No se pueden ni imaginar lo perfecto que era todo. Perfecto el día, perfecto el atardecer. Había brillado el sol con una calma que allí, cuando ocurre, en ese lugar en medio de las montañas del norte, hace que la vida en la Tierra roce el cielo. Y en esa hora, cuando el sol estaba a punto de ponerse, yo estaba inmersa en la serenidad excitada que suelo sentir desde pequeña en momentos así, la vieja impresión de que, por un instante, el mundo reposa en paz, sumido en la belleza.

Me dispuse pues a disfrutarlo. Me instalé, relajada y atenta, en el jardín de la casa. El azul del cielo se iba volviendo más profundo, acercándose lentamente hacia la oscuridad. Por el este había salido ya una luna pálida. Las montañas se recortaban más claras que nunca, y todos los verdes parecían brillar en un estallido final, antes de que la noche los volviese invisibles.

Brillaban los castaños centenarios con sus grandes hojas profundas, los avellanos ligeros, los manzanos alegres, los fresnos poderosos, la alta hierba de los prados y hasta los molestos espinos, amenazadores y testarudos, menos antipáticos que nunca en esa hora bendita. Las rosas habían vuelto a abrirse, y, en las jardineras, las petunias y las campanillas chinas se exhibían todavía satisfechas bajo los últimos rayos del sol.

Me dispuse pues a disfrutarlo. me instalé, relajada y atenta, en el jardín de la casa

Vi juguetear a las golondrinas y escuché, en medio del silencio, los cantos de algún pájaro refugiado ya en los árboles. Ah, el silencio... Ningún ruido molesto atronándome, felicidad, tan sólo los trinos de los pájaros, el cencerro de las vacas en el monte cercano, un ladrido suave de perro, un ligero relincho de algún caballo contento y el delicioso sonido de los grillos, que comenzaban a entonar su precioso himno a la noche. Felicidad. Paz. Dicha. La vida debería ser siempre así, pensé.

Y entonces, precisamente entonces, el vecino desalmado encendió su desbrozadora. Se acabó el encantamiento, devorado por el rugido del motor. Adiós pájaros y grillos. Adiós serenidad y gloria. Entré en la casa y puse la tele. Cualquier tontería, a todo volumen, algo que disimulara al menos aquel estruendo espantoso y lo alejara de mi mente, mientras maldecía al criminal. En fin, decidí, mañana será otro día y habrá otro atardecer. Y sí, lo hubo, pero llovía a cántaros y ni los pájaros, ni los grillos ni yo misma asomamos la nariz. Así es la vida, no me quedó más remedio que constatar.

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