El gran Zurbarán

Aprovechen si pueden los días que quedan, hasta el 13 de septiembre, para visitar en el Museo Thyssen de Madrid la exposición dedicada a Zurbarán. Vayan dispuestos a transportarse durante un rato a otro mundo, aquel en el que el arte formaba parte de la vida diaria y los santos convivían con los humanos. El mundo del siglo XVII, el del fervor de la contrarreforma, de férrea devoción y esperanzas y terrores insospechados. Ahí están las bellísimas mártires de Zurbarán, las niñas pálidas y exquisitas que un día ofrecieron sus vidas a Dios. Los monjes silenciosos, que, como escribió el poeta romántico Théophile Gautier, parecen expiar atormentados algún gran crimen. Los santos relucientes y ejemplares. Las tiernas figuras evangélicas, envueltas en ese halo de luz que las aísla del drama cercano, y los Cristos dolorosos, con sus pieles laceradas y transparentes. También los objetos tan comunes de sus bodegones, granadas y manzanas y uvas, atrapadas para siempre en el breve momento de su esplendor, o esos humildes cacharros de barro que el genio del maestro convirtió, bajo la luz cenital de sus lienzos, en monumentos eternos.

Zurbarán fue un grande entre los grandes y en un momento extraordinario de la pintura, nada casual

Zurbarán el extremeño fue, qué duda cabe, un grande entre los grandes, coetáneo de Velázquez, Ribera o Murillo. Un extraordinario momento de la pintura, en absoluto casual. Viendo las obras de Zurbarán, es fácil comprender que el auge de las artes plásticas en aquella época se debió a la importancia que la gente les concedía. La pintura o la escultura no eran, como ahora, sofisticadas actividades destinadas a ser exhibidas en espacios selectos, sino modos de comunicación cotidianos. Los cuadros religiosos –aquellos que pintaba como nadie Zurbarán– exacerbaban la devoción de las gentes mayoritariamente analfabetas, que sólo así entendían las historias sagradas, mientras que los retratos dignificaban a sus ricos poseedores. El valor del arte no era sólo monetario, sino real: de un modo u otro, resultaba imprescindible para muchas personas, igual que la lectura –la buena lectura– acompañaba inevitablemente la formación y el desarrollo del pensamiento de aquellos que podían permitírselo. Nada que ver con el mundo contemporáneo, que ha olvidado la importancia de las expresiones artísticas, banalizándolas hasta límites absurdos y convirtiéndolas en puro adorno esnobista o en ligero entretenimiento. Una lástima, la verdad. Y la exposición de Zurbarán, un pequeño consuelo.

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