La imagen mentirosa

Hace unas semanas, mi compañero de aquí al lado, Andrés Trapiello, hablaba sobre los “hechos alternativos” aplicados a la realidad. Por decirlo de otra manera, sobre cómo la ficción (o la mentira) incorporada a la no ficción puede llegar a hacernos perder de vista la verdad. Su reflexión, que daría para escribir varios tratados, me lleva a hacer este artículo que da vueltas por mi cabeza desde hace tiempo.

Cuando hacia 1850 aparecieron las primeras cámaras, la fotografía –seguida décadas más tarde por el cinematógrafo– se convirtió en lo que un profesor mío llamaba “el notario de la realidad”. Mientras las artes plásticas podían al fin escapar a su larguísimo compromiso de reproducción naturalista del mundo y lanzarse a la búsqueda de nuevos lenguajes, la imagen captada a través de un aparato, fija o en movimiento, pasaba a ser el testimonio más directo y creíble de la verdad.

Un mundo verosímil fotografiado se ha disuelto en el fulgor de la manipulación

Esa verdad estallaba ante los ojos de los observadores iniciales con una claridad estremecedora. Tanto es así, que las primeras fotografías de víctimas de batallas –hechas en 1859, durante la guerra entre Austria y el Piamonte, y un par de años después, en la guerra de Secesión americana– provocaron un movimiento pacifista nunca conocido hasta entonces: aquellas montañas de cuerpos mutilados y reventados nada tenían que ver con los gloriosos cuadros de batallas y los relatos épicos, e hicieron que el horror de los conflictos bélicos ya no pudiese ser embellecido.

La imagen ha seguido siendo ese “notario de la realidad” hasta tiempos muy recientes. Pero la invención de los pho­toshop y demás programas de retoques ha terminado, me temo, con su credibilidad. Hasta hace 15 o 20 años, veías una foto –periodística o no–, una secuencia de vídeo o de cine o un anuncio de televisión, y te sentías segura de que, salvo excepciones, lo que estabas viendo era real. Pero ¿y ahora...?

La verosimilitud del mundo captado a través de los inventos tecnológicos se ha disuelto en el fulgor de la manipulación, y ya no podemos saber lo que es cierto y lo que son, diría Trapiello, “hechos alternativos”. O añadidos. Yo ya no me fío ni de mi propia imagen: me he visto tan estirada en algunas fotos como una jovencita, y tan arrugada –a posta– en otras como una anciana. Y créanme que lo siento. No lo mío, sino la pérdida de esa última certeza sobre aquello que es (que era) fiable.

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