Instituto del Teatro

Hace siete años, durante la ceremonia de inauguración de los Juegos Olímpicos de Londres, Isabel II apareció por sorpresa junto a James Bond, el espía que ahora interpreta Daniel Craig. Bond llega a palacio en un taxi; negro, evidentemente. Por una esplándida moqueta roja un señor con librea lo conduce hasta el despacho de la reina, que está en su escritorio, de espaldas, con un vestido rosa. Salen de la sala, acceden al jardín, suben a un helicóptero y se dan un garbeo por el skyline obligado de Londres: la noria gigantesca, Piccadilly Circus, la cúpula de la catedral y la sólida estatua de Churchill, que por un momento pierde su condición pétrea y saluda al helicóptero con la mano. Cuando llegan al estadio donde se celebra la ceremonia, Bond y la reina saltan en paracaídas y al cabo de nada ella aparece en el palco con el mismo vestido rosa que vestía al principio. A eso se le llama un raccord como Dios manda. A continuación, vítores, exaltación patriótica y unos decilitros menos de cursilería de la previsible.

Nadie mejor que un actor para tener un papel en la realeza, y viceversa

La escena fue muy celebrada. Tanto que, ahora que están preparando la nueva peli de la saga Bond, han ofrecido a su hijo Carlos –el que morirá sin llegar a rey-- aparecer en un momento determinado, en un cameo. Los de la productora dicen que, si el príncipe de Gales aceptase, el éxito superaría al de su madre en los Juegos del 2012: “El príncipe es el paradigma de lo británico, perfecto para un cameo y, sin ningún tipo de duda, en el mundo entero los fans de Bond quedarían extasiados”.

Todos los monarcas son en el fondo actores a los que les dan un guión para interpretar a su personaje. Quedó claro desde que la actriz Grace Kelly se consagró con su papel definitivo: el de la princesa Grace de Mónaco. Estos últimos años otra actriz, Meghan Markle, ha seguido sus pasos. Ésta interpreta el papel de duquesa de Sussex, previo matrimonio con el príncipe Enrique. En el paraíso político en el que esos personajes viven sin haber sido elegidos mediante votación democrática sino por piruetas seminales y ovulares, nada mejor que actores y actrices para esas funciones que duran hasta que llega la Parca y se van al otro barrio. En cambio, cuando se meten a interpretar papeles de políticos elegidos democráticamente la cosa no siempre sale a pedir de boca. El actor Ronald Reagan interpretó bien el de presidente de Estados Unidos pero al actor Toni Cantó no le acaba de funcionar su personaje.

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