Las bombillas

Hasta hace un tiempo, cada vez que en casa se fundía una bombilla me cabreaba. Porque siempre lo hacen en el momento más inoportuno y tienes que desenroscarla, tirarla a la basura y buscar otra de su misma rosca y su misma potencia. Por si se funden en domingo y no hay ninguna ferretería abierta a mano, tengo una cómoda dedicada en exclusiva a guardar bombillas de recambio, de todos los tipos y modelos que utilizo. Pero, a medida que me voy haciendo mayor, de ser una molestia, que se funda una bombilla ha pasado a ser motivo de alegría. Hace dos días, en el despacho vi como, de repente, se apagó una de las que hay en el techo (a metro y ochenta y cuatro centímetros una de otra, en una fila larguísima). Desde que arreglé el despacho, hace ya años, aún no se me había fundido ninguna, y empezaba a inquietarme. Fui hacia ella, pero, antes de desenroscarla para sacudirla suavemente junto a mi oreja para verificar si efectivamente ya estaba muerta, con sólo apretarla un poco volvió a encenderse. Mi gozo, en un pozo. Me dio cierta rabia porque de ese tipo de bombillas –Laes Opal, incandescentes, de 125 milímetros de diámetro y 60 vatios de potencia– tengo más de cincuenta almacenadas sobre un armario (no en la cómoda, porque la cómoda ya está llena y no caben más). ¿Y por qué tengo tantas almacenadas? Pues porque hará cosa de cinco años empezó a correr la voz de que, con el rollo del ahorro energía y las bombillas ecológicas, que duran mucho más que las tradicionales, dejarían de fabricarlas. Pero ahora pasa el tiempo, incluso las incandescentes se funden poco, y empiezo a sospechar que no viviré lo suficiente como para gastarlas todas.

Hace dos días, de repente se apagó una de las bombillas del techo y me alegré

Hace once o doce años presentaron en sociedad un bolígrafo perpetuo. Fue una noticia muy comentada. Se trata de un bolígrafo que por mucho que lo uses nunca se agota. Recuerdo el pánico que me producía imaginar que compraba uno y acabaría durando él más que yo. Por ese mismo pánico no soporto esas bombillas que duran años y años y prefiero las antiguas, las incandescentes, las que tienen una vida de mil horas más o menos y luego se funden. Si las pusiese de larga duración, las noches que me quedo frente al ordenador, leyendo y escribiendo, me las pasaría observándolas de reojo y recelando que su intención última sea contemplar cómo dejo este mundo para, entonces, echar su típica risita de bombilla y susurrarme:

–Jódete. Te he sobrevivido.

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