Los Ángeles

Inmensa, increíble, sobrecogedora, amable, brutal, avasalladora… uno se queda sin adjetivos cuando, a bordo de un Ford Mustang descapotable burdeos alquilado en el aeropuerto, hace una entrada triunfal en Los Ángeles.

No me canso de volver, y si algún día tuviera que renunciar a mi Barcelona natal o a Londres, no dudaría en hacer de Los Ángeles el siguiente destino. El gran obstáculo que me frenaba era el no conducir, pero hasta ese tema se ha solucionado con Uber y similares. Coches limpios, conductores agradables, no hay que sacar billetes ni tarjetas, te sientes seguro y puedes hacer seguimiento de tus destinos. Vamos, que no hace falta sacarse el ­carnet.

La oferta cultural es totalmente diferente a la del resto de las ciudades en EE.UU. Hay museos (MOCA, Lacma y el imprescindible The Broad), aunque la forma en la que de verdad se pilla el rollo de la ciudad es caminando. Sí, parece un contrasentido en una ciudad que se ha pensado con el volante más que con el cerebro. Sus enormes calles y avenidas muestran la arquitectura doméstica, las inquietudes decoradoras y la sensibilidad estética de una ciudad que te suena porque seguro que la has visto retratada en un centenar de series y películas.

Los que somos veganos estamos en el paraíso: restaurantes que no se vengan de los que no lo son por las veces que hemos pringado en una churrasquería. Su oferta es increíble. Esto de estar en un restaurante en el que puedes pedir todo lo que hay en la carta y cuyo ambiente no es el de una tienda hippy con pretensiones sólo pasa en Los Ángeles. Establecimientos como Little Pine y Gracias Madre muestran uno de los posibles futuros del mundo de la gastronomía.

El centro financiero de la ciudad es una visita obligada, ya que después de décadas de abandono, los edificios, mercados y comercios se están reencarnando, capturando un espíritu de venganza pija/hipster a los abusos del lujo y la desmesura. Dos sitios obligados: la librería The Last Bookstore y la sede del hotel Ace. No se los pierdan.

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