Los malos libros

Toda la vida, en este país, aquellos que amamos los libros nos hemos quejado de lo poco que se lee. Y quienes entendemos además que el relato, la poesía o el pensamiento forman parte de lo mejor que la especie humana ha hecho durante su torpe paso por este planeta solemos sentirnos desolados al comprobar cómo, cada vez más, los libros que mayor éxito alcanzan en España son no sólo los típicos best sellers de dudosa calidad, sino cosas sin nombre, textos escritos por negros, previo encargo de alguna editorial, y firmados por famosos de todo pelaje.

para alimentar no vale cualquier lectura, de la misma manera que no sirve toda comida

Para quienes nos tomamos esto en serio, la cosa es tristísima, la verdad. Y yo ya me he cansado de oír una frase que se repite una y otra vez: “Bueno, lo importante es que la gente lea. Lo que sea, pero que lean”. Pues no. Afirmar tal cosa es como decirle a alguien que se alimenta de hamburguesas procesadas y donuts que da igual, que lo importante es que coma. La mente, el alma, el espíritu, o como quiera que llamemos a ese intangible que hace de nosotros seres pensantes, además de sintientes, necesita sus propios nutrientes sanos. Y no vale cualquier cosa, por mucho que algunos, de manera paternalista, se empeñen en afirmar que sí. Los únicos libros que merecen la pena son los que nos sacuden, nos despiertan, nos obligan a cuestionar el mundo y a nosotros mismos, los que nos llevan a ser más compasivos, más inteligentes, más sabios. La lectura no puede ser un mero entretenimiento, algo que parece triunfar en la sociedad actual. Eso es lo mismo que pedirle a la comida que simplemente nos quite el hambre: aceptable en un momento dado, pero perjudicial a largo plazo o, cuando menos, insuficiente.

Aunque aún peores son esos libros dañinos a los que tanta gente se entrega con entusiasmo, libros que corroen la mente, igual que el exceso de malos alimentos corroe el organismo. Textos (no quiero llamarlos obras) que alientan lo peor de nosotros mismos, que ahondan en nuestra autocomplacencia, nuestro desdén, nuestra insensibilidad o esa profunda carga de mentiras peligrosas que solemos arrastrar como una cómoda maquinaria de destrucción.

No, los libros nunca son indiferentes ni neutros. Si no nos mejoran, lo más probable es que nos empeoren. Ahí está el tremendo ejemplo de Hitler, apasionado lector, al que los libros retorcieron aún más la mente, dejándosela como un trapo inmundo.

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