El maestro Ingres

No deberían perdérsela. Me refiero a la extraordinaria exposición de Ingres que se puede ver en el Museo del Prado hasta el 27 de marzo. Quienes amen el arte, quienes se interesen por la historia del siglo XIX o aquellos a los que, simplemente, conmueva la visión del ser humano en su grandeza y su fragilidad no deberían dejar de visitar esta muestra en la que el Prado ha logrado reunir la mayor parte de sus grandes obras.

Donde ingres se alza a la altura de los genios es en sus retratos de aventureras y millonarios

La belleza de sus cuadros –algo que Ingres buscaba desesperadamente– es deslumbrante. Pocos pintores –algunos dirían que ninguno– han sabido combinar la línea y el color como él lo hizo, con ese maravilloso talento para dotar de volumen al dibujo y de límites precisos a los volúmenes. No muchos lograron captar igual que él en sus odaliscas la sensualidad del desnudo femenino, la tibieza de los cuerpos exultantemente jóvenes, la sensación tan dulce de un ­pliegue de terciopelo rozando la piel sedosa y viva. Pero donde Ingres se alza a la altura de los genios –desde mi punto de vista– es en sus retratos de una nueva clase social, la de las aventureras y los millonarios del Primer Imperio, y esa floreciente burguesía que, con su dinero muchas veces y su inteligencia otras, sustituiría a lo largo del siglo a la antigua aristocracia y sus séquitos de pedigüeños.

Una siente ganas de arrodillarse ante el retrato de monsieur Bertin, el director de un periódico de la época que, como un personaje de Balzac, refleja en toda su persona la ambición y la influencia de la que llegarían a gozar en las democracias occidentales, hasta el día de hoy, cierto tipo de hombres ilustrados y astutos. O ante sus dos representaciones de Napoleón, el joven Bonaparte aún primer cónsul, tan firme como digno de confianza, y el enloquecido emperador al que retrata, tan sólo dos años después, como una especie de Júpiter tonante, un psicópata envuelto en todos los símbolos pasados y presentes del poder y la riqueza, en un cuadro que captó de manera tan repulsiva el alma desbocada de Bonaparte, que le fue ocultado, sin duda para evitar su ira olímpica ante semejante imagen de sí mismo. Porque como ocurre con todos los grandes retratistas, por mucho que Ingres destacase en su cuidado de las texturas y los materiales, lo más importante de lo que lograba plasmar de sus personajes no era lo que se veía, sino, sobre todo, lo que no se veía: las arrugas del cerebro o la tersura del corazón.

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