Maltratos de libro

El primero fue hace más de diez años, en Cartagena de Indias. Se celebraba uno de esos congresos de la lengua que tan útiles son a la sociedad. Se vio allí una extraña instalación: de una de las ventanas del vetusto edificio en el que se celebraban conferencias y encuentros salía en tromba una colosal vomitona de libros. Miles, descuartizados, abiertos, apegotonados, hasta alcanzar la acera.

Un hombre se acercó con un libro. Lo había rescatado. Era una primera edición de Machado

Ser testigos de aquella violencia resultaba desagradable. Volvimos a ver un mejunje parecido en el palacio de Linares de Madrid. El que presenciamos hace unas semanas en Málaga era más cateto, pero la idea, la misma: unos cientos de libros hechos trizas subían formando columna y bajaban hasta un viejo chibalete de cuyas cajas salían algunos más. Que éstos estuvieran enteros pero chamuscados, como extraídos a tiempo de una pira, supongo que tendría su significado, pero no va a perder uno ahora ni un segundo descifrándolo.

Íbamos Juan Bonilla y yo a hablar precisamente de libros a un público respetuoso y atento. Mis primeras palabras fueron, más o menos, estas: “Ustedes, para llegar a esta sala, habrán pasado por delante de cierta instalación. De ser periquitos y no libros, algún partido animalista habría pedido ya su retirada. Y de ser nosotros consecuentes, estaríamos yéndonos de aquí como protesta por un maltrato tan estúpido. Es imposible que entre tantas no haya una sola página allí que no haya sido arrancada a un sentimiento noble, que no contenga unas pocas palabras verdaderas merecedoras de nuestra gratitud y respeto”. Nadie se movió de su sitio y nosotros proseguimos con la conversación, porque, a diferencia de esos artistas, no ha venido uno a esta vida a ser provocador. Terminado el acto, se acercó un hombre con un libro en la mano. Lo había rescatado, al entrar, de aquella escombrera. Tenía las cubiertas tiznadas, claro, y las huellas de haber sido pateado. Era la primera edición de Juan de Mairena, de Machado, 1936. El saberlo valioso despertó en él algún escrúpulo: ¿tenía entonces que devolverlo? Por supuesto que no, le aconsejé. Al contrario, deberían darle una medalla al mérito cívico, como a ese ciudadano que yendo por la calle evita que alguien maltrate a una persona indefensa. Pero lo cierto es que para entonces ya todos nosotros habíamos sido maltratados. También.

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