La mañana siguiente

Me lo llevo preguntando desde el día en que medio mundo se despertó anonadado y otro medio se acostó patidifuso con la noticia de que Trump había ganado las elecciones presidenciales y Hillary no. Mientras tertulianos, columnistas y analistas de todo pelaje diseccionaban el asunto desde mil dimensiones, yo seguía haciéndome una pregunta: ¿y al día siguiente, qué?

No, no me refiero a las apariciones públicas de cada cual: ni al discurso extrañamente templado del presidente electo, ni a la admirable intervención de su contrincante admitiendo con grandeza su derrota. Hablo del día, de la mañana siguiente de ambos protagonistas en su faceta más íntima y personal. Como nadie me lo cuenta, me atrevo a intuirlo yo.

me imagino a trump y hillary al amanecer en casa con la victoria y el fracaso

Me lo imagino a él, por ejemplo, abriendo el ojo en su descomunal dormitorio lleno de brillos y suntuosos drapeados en lo más alto de la torre Trump. Intuyo el crujido de sus articulaciones cuando se levanta con su pelo de color imposible revuelto como un matorral en llamas, rascándose el cogote enrojecido, caminando sobre la espesa moqueta en calzoncillos hacia el imponente cuarto de baño, contemplando el choque del primer flujo urinario del día contra la porcelana mientras se pregunta: pero dónde puñetas te has metido, compañero. Presiento a Melania –presupongamos que duermen juntos– imitándole un par de minutos después, saliendo de entre las sábanas de satén egipcio acojonada en su minúsculo camisón de La Perla, con la cara sin rastro de maquillaje y un palmo más baja ahora que no lleva sus habituales stilettos de Louboutin, restregándose esos ojos gatunos que le pone el bótox, preguntándose a sí misma a qué hora saldrá el primer vuelo con destino a Liubliana, capital de Eslovenia, por si aún le da tiempo a cogerlo.

Treinta millas más al norte pero en el mismo estado de Nueva York, visualizo a Hillary enfrentándose al primer día del resto de su vida acurrucada debajo del edredón en su casa de Chappaqua con el rostro congestionado por la mala noche llena de desvelos trufada con algún llanto, la evoco con un pijama de franela hasta el cuello porque el frío le hiela los huesos, gritándole a Bill –presupongamos que no duermen juntos y que él lleva media hora llamando con los nudillos a su puerta apestillada– que la deje en paz.

La vida misma, en la victoria y en el fracaso. La condición humana, nada más.

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