El mapa del tesoro

Puede visitarse estos días en la Biblioteca Nacional una exposición fascinante. Volveré a verla cuantas veces me sea posible. La han titulado Cartografías de lo desconocido. Es una exposición prodigiosa de mapas, el mundo en toda clase de mapas con toda clase de representaciones en toda clase de tamaños y soportes. Pasar a un papel un país o un continente fue en tiempos tanto o más arduo que la creación de ese país o el descubrimiento de ese continente. Hasta llegar a los caballeros del punto fijo (aquellos científicos que cargados de toesas y teodolitos recorrieron América fatigando la invisible línea del Ecuador), el hombre necesitó de toda su capacidad de abstracción para representar en dos dimensiones lo que tiene tres. Un milagro no menor que el del niño que quería, ante la mirada perpleja de Agustín de Hipona, meter con una venera todo el mar de Cartago en un hoyo de la ­playa.

Cuántas expediciones, peligros y fracasos tras los nombres contenidos en los mapas

Decía Unamuno, cuando romanceó los ríos castellanos, que los nombres “geográficos y los toponímicos llevan un paisaje, y a veces basta sólo con oír la palabra para adivinar lo que pueda ser la tierra que recibió aquel nombre”. Esto mismo lo sabía bien Emily Dickinson. Nació, vivió y murió en Amherst, pequeño pueblecito de Nueva Inglaterra, y acaso por ello mismo necesitó viajar en sus poemas al Teide y al mar Caspio, al Himalaya y a Italia, sinónimos para ella de dicha y libertad.

Me recuerdo de niño (y el recuerdo lo comparten otros) leyendo en el dial del viejo aparato de radio familiar los nombres que para mí se asociaron desde entonces a melismas especiados (Tánger, El Cairo), a lenguas de pedernal (Sofía, Helsinki) y a otras musicales (Lisboa, Roma, San Marino). A aquel niño le bastaba el nombre de cualquiera de esas ciudades para transportarse hasta allí como en un cuento de Las mil y una noches. En esa exposición están los mapas que contienen todos los nombres imaginables, incluidos los de las islas Baratarias que en el mundo han sido, advirtiendo de paso que el mejor amigo del hombre es un mapa. Cuántas expediciones, peligros y fracasos detrás de cada uno de ellos. Miramos absortos, fascinados, minuciosos. Gracias, cartógrafos, por recordarnos que el mapa del tesoro es casi siempre más valioso que el tesoro, y el mapa mismo, tanto o más hermoso que el país que ­representa.

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