Marte

El trabajo me ha llevado a viajar en unos pocos días entre Madrid, Barcelona, Málaga y Asturias. He sobrevolado buena parte de la península Ibérica, aprovechando para arrimarme a la ventanilla de los aviones y divisar los paisajes allá abajo. Siempre me ha hecho feliz contemplar la tierra desde el aire, observar con calma desde arriba las montañas y los sembrados, las grandes ciudades y los caseríos dispersos, la costa y las redes de autopistas y carreteras que hienden, como largas cicatrices pétreas, nuestro mundo de ricos.

Sobrevolar esta España deforestada y erosionada es un ejercicio doloroso

Pero sobrevolar España es en gran medida un ejercicio doloroso. Ahí están todas esas tierras deforestadas, erosionadas, muchas de ellas en riesgo de desertificación, si es que no se han convertido ya en pedregales sin apenas vida. Imagino la lucha subterránea, lenta y dura, de las raíces de las pobres plantas que han logrado sobrevivir a los larguísimos siglos de talas y maltrato y a las décadas –breves y feroces– de desarrollo insostenible, de urbanizaciones extendiéndose como hongos venenosos, infraestructuras destructivas como bombas y venenoso derroche del agua escasa. Contemplo las rocas infinitas, las piedras que todavía arden bajo el sol de este larguísimo verano –cada vez más largo y ardiente–, el suelo reseco, convertido en polvo sin sentido, sobre el que ninguna alta copa, ningún triste matorral deja caer el alivio de una sombra ligera.

Veo luego, más allá de las colinas sin árboles, la mancha hermosamente azul del Mediterráneo, el mar de los dioses que tanto amo. Pero recuerdo sin poder evitarlo que es uno de los mares más contaminados del mundo, si no el que más, plagado de metales pesados, de aceites y grasas, de plásticos y residuos fecales, y pienso en toda la riqueza biológica que va desapareciendo de su seno, devorada día a día por nuestra codicia y nuestra indiferencia.

Aún queda la belleza, es cierto, la luz resplandeciente, el azul vibrante, la antigua serenidad de ese mar que Ulises recorrió en busca de la mitad perdida de sí mismo. Pero me pregunto hasta dónde durará esa belleza que queremos creer eterna, igual que un día los viejos pobladores de la Península creyeron eternos los bosques que les rodeaban. Justo cuando regreso, veo las imágenes de los ríos de Marte, como una reliquia quizá de un pasado infinitamente más rico en formas de vida. Como un anuncio, tal vez, de lo que nos espera.

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