Mi impresora 3D

Decidido. De esta semana no pasa que me la compre. Antes eran mamotretos que requerían toda una sala para ellas solitas. Ahora ya no. Las hay del tamaño de una caja de zapatos y la puedes tener en casa, guardada en un cajón cuando no la usas. Además, son de colorines, con lo que incluso puedes situarla en aquel rincón del bufet en el que nunca has sabido qué poner. Son baratas y están pensadas para las familias y las escuelas. Sus promotores son un ingeniero, un programador y un arquitecto. La empresa que han creado se llama Form­bytes. En La Vanguardia, uno de ellos explica cómo llegaron a la conclusión de que en cada casa debería haber una: “Nos dimos cuenta de que no había nada sencillo y de bajo coste y pensamos hacer un producto para que la gente se atreviera y no viera la impresora 3D como algo supercomplejo. Cuando ven nuestra impresora, ya ven que es sencilla y, por hobby o por lo que sea, ya se atreven a entrar en este mundo”.

Son pequeñas, de colorines y puedes imprimir en 3d lo que te apetezca

Lo chulo es que te llega desmontada y tienes que montártela tú. A los incapaces de ensamblar un mueble de Ikea les parecerá complicadísimo, pero está chupado. Recuerda a los juegos de Mecano con los que pasábamos tardes interminables, colocando una pieza aquí, un tornillo y una tuerca allá...

Pero, una vez montada, ¿qué? ¿Qué querría imprimirme en 3D? Ni idea. Dicen que puedo hacerme una nueva carcasa para el móvil, pero, si quiero una, es más fácil comprarla on line. También fabrican órganos artificiales, y quizá dedicaría un día a fabricarme un hígado nuevo para cuando este que llevo ahora diga “¡basta!” definitivamente. Puedo crear mis propios calzoncillos, pero ¿para qué perder tiempo si en las tiendas hay tantos como quieres? ¿Puedo fabricar un bocadillo de calamares? Quizá sí, pero en el bar de la esquina preparan unos que están de rechupete.

En los años sesenta –época en la que muchas señoras aún tejían de forma paciente jerséis para sus nietecitos– lanzaron al mercado máquinas tricotosas que los hacían en un pispás. Pronto quedaron arrinconadas porque era más fácil irlos a comprar a la tienda, ya hechos. Décadas después se puso de moda tener en casa una máquina de pasta italiana. Tú preparabas la masa y la máquina te la cortaba en forma de espaguetis o tallarines, según el molde que pusieses. Durante dos o tres fines de semana te divertías un montón. Luego acababan en un armario de la cocina. La mía aún debo de tenerla por ahí.

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