De ninguna parte y de todas

Pasaban por televisión Hannah Arendt, centrada en el episodio Eichmann, responsable de los transportes de judíos a los campos de exterminio. No es frecuente querer ver una película tres veces en el mismo año y siempre con el mayor interés, bebiendo todas y cada una de sus palabras.

Eichmann, criminal de guerra, consigue huir de Alemania y evitar los procesos de Nuremberg. Lleva consigo únicamente una identidad falsa y el pasaporte que le ha facilitado el Vaticano. Quince años después, en 1960, los servicios secretos israelíes lo descubren en Argentina, lo secuestran, lo llevan a Israel y lo juzgan. Hannah Arendt, filósofa, judía, exiliada en Estados Unidos y autora de un libro imprescindible sobre los totalitarismos, se postula a The New Yorker, semanario izquierdista, para asistir al juicio y escribir las crónicas. La publicación de Eichmann en Jerusalén resultó un escándalo, al considerar Arendt, uno, que el Holocausto lo hicieron posible personas mediocres como Eichmann, quienes escudadas en el principio de “obediencia debida” anularon en ellos lo privativo del ser humano: pensar, banalizando así el mal hasta hacerlo extremo; y dos, sin la colaboración de los Consejos Judíos, el Holocausto jamás habría alcanzado la cifra espeluznante de seis millones de víctimas.

Las tesis de Arendt le valieron ser acusada de traidora, soberbia y despiadada

Las tesis de Arendt, hoy canónicas, le valieron ser acusada de traidora, soberbia y despiadada. La redacción de The New Yorker se llenó de miles de cartas que la insultaban y la amenazaban de muerte, se pisoteó su nombre en sinagogas de todo el mundo, trataron de expulsarla de la universidad, y amigos íntimos suyos dejaron de hablarle. Uno de estos, pariente suyo además, agoniza en Jerusalén y Arendt acude a su lecho de muerte. Aquel la recrimina: “¿Es que no amas al pueblo judío?”. Hannah le responde con delicadeza, pero sin titubeo: “Yo no amo al pueblo judío ni a ningún otro pueblo. Yo sólo amo a mis amigos”. Sabía que en todas las matanzas ondea siempre la palabra pueblo, una ficción. Así que cuando se oye uno llamar con desprecio nacionalista español por nacionalistas orgullosos de serlo de otro signo, me acuerdo de Hannah Arendt. No, no ama uno al pueblo español, ni a ningún otro. Yo, que sólo soy leonés porque no he podido ser menos, únicamente amo a mis amigos, casi todos de ninguna parte y de todas donde se pueda ser libres e iguales. Quizá por esa razón haya necesitado uno ver esa película tres veces en el último año.

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