El odio en red

No participo de las redes sociales. No tengo Facebook, Twitter ni blog. Ni siquiera poseo mi propia página web. Quienes sigan habitualmente mis artículos, saben que no soy en absoluto enemiga de las nuevas tecnologías y los inventos de esto que ya se llama “la sociedad de la información”. Más bien al contrario. Pero a lo de las redes me resisto testarudamente, a pesar de la insistencia de mucha gente de mi entorno.

Las razones son varias, aunque una de las más importantes es que no me apetece amargarme la vida con las bestialidades de los infinitos energúmenos que pululan por los espacios virtuales. Las redes se han convertido en un espacio que rebosa de insultos, calumnias, amenazas y toda clase de tropelías escritas. Un territorio lleno de un odio inexplicable. Alguna vez he cometido la estupidez de mirar los comentarios a algún artículo mío o a alguna entrevista, y me he quedado atónita. Entiendo que haya personas a las que no les caiga bien, a las que no les guste lo que digo o cómo lo digo, pero ¿de dónde nace ese afán de herir y destrozar, esa violencia del alma? ¿Qué les he hecho a esos individuos para que me odien? La pregunta es retórica, claro: no se trata de lo que les he hecho yo, sino el mundo en general, porque nadie se libra de ser atacado por las masas de hienas internautas.

nadie se libra de ser atacado por las masas de hienas internautas

¿Qué le pasa a la gente? ¿De dónde les surge todo ese rencor? Ya sabemos que es el anonimato el que permite a esos cobardes actuar con impunidad, pero no dejo de preguntarme quiénes serán. No puede tratarse de psicópatas ni de delincuentes, ni siquiera de perturbados que vayan por ahí dando gritos, porque son tantos que, de ser así, las calles de este país serían un lugar inhabitable. Más bien es gente común y corriente, personas de vida aparentemente civilizada que guardan dentro de sí un veneno hacia los demás que las redes sociales han permitido poner de manifiesto. Quizá ese que un día calumniaba en la web de un periódico a mi padre para meterse conmigo –¡a mi padre!– sea alguien a quien conozco y que, cuando me ve, sonríe y me saluda educadamente. Puede que el que zahiere con saña a cualquier personaje público sea un vecino que le da palmaditas en la espalda cuando se lo encuentra. Sea como sea, descubrir que hay tantas personas llenas de odio sin ningún motivo explica muchas de las cosas que suceden en este planeta. Y da mucho miedo, la verdad.

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