El opio del pueblo

Ya lo he escrito aquí en alguna ocasión: en principio, no tengo nada en contra del fútbol entendido como juego. Me interesa poco, la verdad, pero cuando hay algún partido importante, me apunto encantada a verlo con los amigos, aunque lo hago más por la fiesta en sí que por el propio partido. En cualquier caso, me parece bien que a la gente le guste y lo siga con pasión, por más que yo no la comparta. Pero los excesos del fútbol me irritan enormemente.

El colmo ha sido la copa de europa y la explosión de violencia más o menos tolerada

Por excesos me refiero a todos esos fenómenos que no hacen más que multiplicarse y crecer, como hongos bien nutridos por una sociedad –la europea en su conjunto– que parece haber decidido que el fútbol es una especie de sustituto de las guerras que ya no vivimos, un territorio en el que las leyes comunes quedan suspendidas porque se rige por sus propios códigos al margen de la ética.

Lo vemos constantemente: clubs de fútbol –al menos, en España– que no cumplen con sus obligaciones tributarias y a los que ni Hacienda ni la Seguridad Social reclaman lo que deben. Directivos mafiosos –nacionales e internacionales– que compran voluntades políticas sin que nadie se queje. Jugadores sentenciados por maltrato o enredados en sucias tramas de prostitución forzada a los que sus compañeros y aficiones siguen apoyando.

Pero el colmo ha sido el reciente espectáculo de la Copa de Europa (que aún no ha terminado cuando escribo este artículo), la explosión de violencia más o menos tolerada que ha dejado por toda Francia víctimas inocentes y locales y calles arrasados. Resulta incomprensible que las autoridades francesas y la propia UEFA no previesen lo que iba a ocurrir. Y más incomprensible aún que la durísima policía de ese país –que no se ha andado precisamente con tonterías en las recientes manifestaciones contra la reforma laboral– haya actuado con una delicadeza inaudita frente a los vándalos.

Tan incomprensible, que no me lo creo. Detrás de esa permisividad, además de muchísimo dinero, hay sin duda un buen puñado de cínicas razones, las mismas que movían a los emperadores romanos a autorizar toda clase de atrocidades en los circos. Si Marx viviese ahora, probablemente diría que el opio del pueblo no es la religión, sino el fútbol. Entre tanto, mientras haya goles, todos tan contentos.

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