Para Teresa

Últimamente, no hay manera de que pasemos una sola semana sin que surjan nuevos escándalos o pruebas de la ineptitud de muchos de nuestros políticos. Apenas había terminado mi último artículo sobre esos temas, cuando estallaron al mismo tiempo las noticias sobre las tarjetas negras de Caja Madrid y la crisis del ébola. Del segundo asunto escribí hace ya algunas semanas, expresando mi descontento por el costoso traslado de los misioneros enfermos. Ese descontento ha crecido hasta dar paso a una indignación que creo que la mayoría de los españoles comparte. Pero no quiero detenerme más en todo lo que se ha hecho mal, desde la improvisación en la llegada del primero de los sacerdotes hasta la escandalosa gestión del Ministerio de Sanidad y de la Comunidad de Madrid tras el contagio de Teresa Romero. Por no hablar de las indignas palabras sobre ella del consejero Francisco Javier Rodríguez.

Sólo quiero dar las gracias a Teresa por su valor y su generosidad, y a través de ella a toda esa gente que cuida de nosotros cuando enfermamos, médicos, enfermeros, auxiliares, camilleros o celadores.

Sólo quiero dar las gracias a Teresa por su valor y su generosidad

No haré un altar global a todo el personal sanitario del país. Mis experiencias en ese territorio abarcan lo mejor y lo peor. Pero creo que, en términos generales, se trata de gente especial, gente decidida a pasar su vida en ese lugar temible del que los demás huimos, en medio de la enfermedad, el dolor y la muerte. La mayoría, creo, son personas vocacionales y generosas, que desarrollan un trabajo estresante y a menudo angustioso y suelen hacerlo con cariño hacia los pacientes y una entrega que va mucho más allá de lo que sus obligaciones y sus sueldos exigen. Porque los sueldos de los trabajadores de la sanidad pública española no son precisamente elevados. Tienden –y cada vez más– a ser insuficientes para sus enormes responsabilidades, y aun así, ellos siguen desempeñándolas con generosidad. Lo hacen en especial las enfermeras y auxiliares –casi siempre mujeres–, a las que les toca, creo, la peor parte. Esa es la generosidad que demostró Teresa Romero arriesgándose voluntariamente a un contagio horrible. Sólo espero que, cuando se publique este artículo, Teresa y su marido estén de vuelta en casa, la crisis haya sido superada y el impresentable consejero que la insultó gravemente con tal de no asumir sus errores haya sido echado a patadas de su cargo y hasta de su círculo de amigos.

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