El paraíso errante

Vemos cada mañana en el periódico y a lo largo del día en la televisión escenas de refugiados, cientos, miles, columnas interminables en las que alguien camina detrás de alguien que a su vez sigue los pasos de otro, sin que nadie sepa bien adónde se dirige, a qué alambrada llegará, de dónde le expulsarán, envueltos todos ellos en plásticos, con las ropas mojadas tras haber vadeado un arroyo de aguas heladas, arrastrando unos escuálidos hatillos, o ni siquiera, con las manos vacías y la mirada perdida, y siempre por caminos llenos de barro y lodo, o por el arcén de unas carreteras por las que pasan de largo camiones y coches, estos sí con un destino seguro, acogedor, hospitalario...

En cada una de esas personas hay una tragedia propia, a cada una la han desposeído de todo

Un día y otro contemplamos esas imágenes sin pronunciar palabra, sobrecogidos, avergonzados, impotentes. Son cada día las mismas, pero son distintas, todas esas gentes son diferentes, en cada persona hay una tragedia propia, intransferible: a cada una de ellas le han desposeído de todo, de casa (en una calle concreta de una ciudad o pueblo también concretos), de una patria (de la que acaso se sentía orgulloso), de familiares y amigos (a los que tal vez no vuelva a ver jamás)... Así que sólo acertamos a decir, un día y otro, bajo el peso de esta certeza: ese podría ser yo, tú, nosotros...

Por si fuese poco, en muchos de los lugares a los que llegan se les acosa, persigue y humilla, haciéndoles saber que no son bienvenidos... Ah la vieja, civilizada y calefactada Europa. Esto es lo que vemos a diario, el desgarro en el que viven esas gentes extenuadas que no sabemos de dónde sacan fuerzas para recorrer un kilómetro más y no dejarse morir allí mismo. Es todo lo que hemos de saber: eso que vemos. Y en medio de esas escenas que forman parte también de la historia universal de la infamia, no se sabe cómo, como el cuco que canta en el campo de batalla, los niños. Nos los muestran a menudo jugando entre sí, correteando, ajenos al infierno que viaja con ellos, como si nada de cuanto les rodea pudiera impedir el torrente de su alegría. ¿No tienen acaso frío y hambre? ¿No están sucios y calados hasta los huesos? ¿No han roto sus familias? Por supuesto que sí. Pero ellos son el paraíso errante, los que sobrevivirán para pedirnos cuentas el día que adviertan que entre todos acabamos con su infancia.

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