El periodista yacente

Cada año visitan el cementerio parisino del Père-Lachaise más de tres millones y medio de personas. Aparte de pasear por sus caminos y esa avenida circular tan mona que sale en las guías, lo que mola de ese cementerio es localizar tumbas de famosos. Reposan ahí muchos de los mejores representantes de cada especialidad. ¿Que te gusta la pintura? Tienes a Daumier, Jacques-Louis David, Delacroix, Modigliani... Si lo tuyo es el cine, convenientemente enterrados ahí están los cadáveres de Méliès, Marcel Camus, Claude Chabrol, Simone Signoret, Yves Montand (estos dos juntos: una tumba junto a la otra)... Los musiqueros pueden escoger entre una amplia gama de difuntos, que va de Frédéric Chopin a Jim Morrison, el de The Doors, pasando por Maria Callas, Édith Piaf, Moustaki... ¿Que prefieres la literatura? El Père-Lachaise te ofrece las tumbas de Apollinaire, Proust, Balzac, Georges Perec, Oscar Wilde o Colette, con su famosa lápida que reza “Aquí reposa Colette” y en la que (dada su frenética actividad sexual en vida) algunos de los que la conocieron echaron a faltar la locución adverbial “por fin”.

Nada mejor que pasear por un cementerio buscando ‘celebrities’ muertas

Los amantes de los medios de comunicación tienen un rinconcito obligado: la tumba de Victor Noir, un periodista del siglo XIX que escribía en el periódico La Marsellaise y que tuvo ciertas discrepancias con el príncipe Pierre Bonaparte, primo de Napoleón III. Por un lío demasiado largo de explicar aquí, el príncipe le pegó un tiro y Noir acabó muerto. La plebe se indignó pero el príncipe se fue de rositas. Al cabo del tiempo, tras la llegada de la Tercera República, se acordaron de él y decidieron montarle una tumba guapa, con una escultura yacente, de bronce. Se le ve en el suelo, tal como murió. El detalle interesante es que su entrepierna es francamente abultada. Debía cargar hacia la izquierda, porque ahí es donde se percibe una protuberancia brillantísima en contraste con el resto del cuerpo, de ese tono verdoso característico del bronce envejecido. El motivo de la brillantez mencionada es que, en los años ­sesenta, se hizo habitual que las mujeres a las que les costaba quedar embarazadas, se arrodillasen junto a la estatua, besasen sus labios y le pasasen la mano por la minga. Creían que ese ritual las hacía fértiles. Ahora que la reproducción asistida ha avanzado una barbaridad, la costumbre sigue, supongo que ya por pura broma, y la bragueta de Victor Noir reluce como nunca. Deberían verla. El pobre periodista murió sin hijos, por cierto.

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