La plomada de Lesbos

“Toda la discusión sobre la plomada de los arquitectos de Lesbos versa sobre cómo traducir la palabra griega molíbdinos en Ética a Nicómaco 1137b31 (aunque la transcripción a nuestra grafía es bastante exacta)”. Así comienza el correo de nuestro amigo Tomás Pollán (acaso quien más merece hoy en España el nombre de sabio, socrático y sencillo). Dos horas antes le habíamos oído hablar, fascinado yo, sobre ese misterioso artilugio al que se refiere Aristóteles, y que de no andar este por medio creeríamos una invención de Borges o Cunqueiro, pues parece ser que era una plomada que se adaptaba ¿cómo? a la forma de la piedra (incluidos entrantes y salientes del edificio), “como los decretos que se adaptan a los casos. Y como ves”, añadía Pollán, “plantea el problema de la adaptación, que, sea dicho en passant, Aristóteles no resuelve. En cualquier caso, yo traía a colación ese texto porque es una de las poquísimas ocasiones en que Aristóteles (tan inteligente y penetrante, pero con una prosa tan seca y poco agradecida) se concede una imagen para ilustrar por qué la equidad está por encima de lo que él entiende por lo justo”. Se hablaba ese día, cómo no, de España y de aquellos (pocos o muchos, da lo mismo) que se reclaman adalides de lo justo a costa de la igualdad de todos.

dejé de lado la plomada por el abanico, un raro invento de eficacia sin parangón

Pensé entonces titular La plomada de Lesbos esta columna para el año entrante, tal y como viene siendo costumbre, pero me acordé de las palabras de Montaigne, quien encontraba feo “decirle a la gente lo que tiene que hacer (ya hay bastantes que se dedican a ello)”, limitándose él a decir: “Lo que hago yo”. Y esto es lo que va hacer uno aquí, dejar a un lado aquel epígrafe y poner este otro: El clavo del abanico. Leí esa expresión en un libro del siglo XIX. El abanico es uno de esos raros inventos, como las tijeras o la plomada, que la técnica moderna no ha podido mejorar ni desbancar. Su simplicidad y su eficacia no tienen parangón. Se compone sólo de tres elementos: unas veinte varillas, el país (de tela o de papel) y un clavo, el corazón, como quien dice, del abanico. El humilde clavo es el que da unidad a todo lo demás. Aquí, a temas y asuntos variopintos. ¿Con qué objeto? ¿Cuál va a ser? Poder, al cabo de un año, abanicarse con todos ellos, incluida aquella plomada de Lesbos que tan buenos servicios rendiría ahora, de saber alguien cómo era.

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