¡Por allí resopla!

¿Qué podemos hacer usted y yo mientras llegan los bárbaros? Entiéndase que hablamos con un verso de Kavafis, una metáfora. Lo más práctico a corto plazo es cambiarles el nombre y dejar de llamarlos bárbaros. Claro que para ello es imprescindible una fuerte dosis de cinismo. La política es, sobre todo, el arte de llamar a las cosas por otro nombre, llegado el caso. Como usted y yo probablemente no nos contemos en el número de los cínicos, tenemos dos opciones: salir a combatirlos o quedarnos en casa. Los males que le acontecen al hombre en esta vida, decía Pascal, le suceden siempre por salir de casa. Desde el pasado 20 de diciembre eso he decidido: quedarme en la mía con algunos pocos y escogidos libros a mano. De la calle, de los periódicos, de internet, nos llegan de vez en cuando las voces de alguien que nos insta a ser audaces y acabar con casi todo. Uno ha interpretado esto último a su manera y se ha dicho: de acuerdo, voy a acabar con mi viejo régimen de vida, surcaré los mares de Moby Dick. Leer aún es una intimidad inexpugnable; para ello es necesario no salir de este cuarto.

La realidad, nuestra cruel ballena blanca, se muestra y desaparece imprevisible

Ningún editor habría publicado hoy Moby Dick tal como está. Habría suprimido de ella la mitad de sus páginas, a menudo tediosos e impertinentes artículos de enciclopedia sobre las ballenas que poco o nada añaden a la trama y a los personajes. Pero uno las lee con aplicación, porque sabe que en medio de esa prosa, como la ballena blanca, emergerán majestuosas una imagen formidable, una palabra feliz, una frase deslumbrante y certera: “Un hombre totalmente sin miedo es un compañero mucho más peligroso que un cobarde”. Hablaba Ismael, su protagonista, de arponeros, pero no puede uno dejar de pensar en los políticos que ahora nos reclaman audacia.

Me digo: la realidad, nuestra cruel ballena blanca, se muestra y desaparece imprevisible. Demasiados silencios tensos. Siente uno el peligro, el miedo de que nuestros sueños acaben entre sus poderosas mandíbulas, hechos astillas... Al final llego a la conclusión: quedarse en casa tampoco ha resuelto nada. No ha sido una buena idea releer esta novela. El buen recuerdo que de ella tenía se ha cuarteado, y la realidad, una vez más, ha resoplado, se ha hundido majestuosa y ha desaparecido, y nosotros, enajenados, torvos, en su persecución.

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