Por los muertos y los vivos

Es muy triste que, cada pocas semanas, tengamos que pararnos a orar –cada uno a nuestra manera– por nuevas víctimas del terrorismo yihadista. Si todos los asesinatos nos conmueven, los que se producen en nombre de una fe nos estremecen de una manera inexpresable. No conseguimos entender que alguien mate en obediencia a un Dios.

No hace, sin embargo, tanto que el que impera en esta parte del planeta, el Dios judeocristiano, ordenaba también terribles matanzas, pero esa época negra de nuestra historia parece superada. El hecho de que el mundo occidental haya conseguido dejar atrás las hogueras de la Inquisición, las torturas de los intolerantes, las guerras de religión contra el infiel o las conversiones con la espada –todas las atrocidades cometidas durante siglos en nombre de nuestra propia divinidad–, no ha sido precisamente un milagro, y nunca mejor dicho. Ha sido más bien el resultado del esfuerzo de un infinito número de personas que fueron capaces de rebelarse contra aquello en lo que habían sido educados, de no considerar normal ni bueno lo que les habían dicho que era normal y bueno, de dar la cara por sus principios y, con un esfuerzo ímprobo, transformar entre todas la sociedad.

Muchos musulmanes se alzan contra los que asesinan en nombre de su dios

Suele decirse que la desgracia de los países musulmanes es que no han conocido un proceso semejante al de la Ilustración europea. Yo misma lo escribí aquí, unos días después del horror de la sala Bataclan. Ahora tengo la sensación de que las cosas están cambiando. Después de los recientes atentados de Bruselas, ha empezado a producirse un fenómeno nuevo: la protesta por parte de muchos musulmanes contra aquellos que asesinan en nombre de su Dios. Los hemos visto, numerosos y llamativos, en la Place de la Bourse, hombres y mujeres que agitaban las banderas de sus países y protestaban contra sus correligionarios junto a los no musulmanes, y también en los campamentos de refugiados, alzando pequeñas pancartas a favor de la vida. Pueden parecer gestos aún modestos, pero son enormemente valientes, porque todas esas personas saben lo que se están jugando en su propio entorno. Y aun así, se han expresado en público. Mi oración laica va no sólo por las víctimas y sus seres queridos, sino también por esos héroes y heroínas anónimos que, al fin, se atreven a alzar la voz. Esa es la gente que cambia el mundo. Que el Alá más tolerante los proteja.

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