¿Quién arregla esto?

El goteo incesante de casos de corrupción entre nuestros representantes públicos se ha convertido ya en algo insoportable. Asfixiados por la presión fiscal, destrozados por el paro o hundidos por los nuevos sueldos de miseria, los ciudadanos apenas podemos creer lo que estamos viendo. Políticos que cobraban parte de sus ingresos en B. Políticos que aceptaban cantidades ingentes de dinero negro para sustentar sus partidos mastodónticos. Políticos que hinchaban sus propias cuentas a base de comisiones. Políticos que malgastaban el dinero público para beneficiar a quienes llenaban sus bolsillos o los de su partido. Y políticos –la mayoría de los que presumen de honrados, me temo– que miraban hacia otro lado mientras todo eso ocurría, haciéndose los tontos a cambio de votos, complicidades y ascensos.

Los que han delinquido no son los que pueden sacarnos de esta podredumbre

Un asco. Un espectáculo deprimente, que justifica el apelativo de casta que les están dando los líderes de Podemos y que tanto les molesta. Lentamente, a medida que los ciudadanos vamos mostrándoles nuestro descontento, han empezado a darse cuenta de que las cosas tienen que cambiar. El suelo les tiembla bajo los pies, así que se han decidido a quitarse las corbatas y emplear palabras como “regeneración” o “renovación”. Y poco a poco, han comenzado a colocar en las páginas de la agenda política la idea de que hay que reformar una Constitución a la que hasta hace semanas se referían como inamovible. Inevitablemente, vamos a llegar a ese punto. En unos meses, quizá en unos pocos años, habrá que cambiar ese texto que, como ya he dicho en alguna ocasión, se ha quedado anticuado e insuficiente. El problema es quién va a hacerlo. ¿Ellos? ¿Los mismos que se han burlado de él durante años, y de paso de todos nosotros? ¿Los que han manipulado a su antojo su interpretación, nombrando a magistrados del Tribunal Constitucional que a menudo –aunque no siempre– han actuado como peones sumisos?

Estamos metidos en un callejón sin salida. Los que han delinquido o amparado a los delincuentes no son los que pueden sacarnos de esta podredumbre. Quizá lo más sensato sería que los ciudadanos dejásemos de votarlos y se vieran obligados a jubilarse y cerrar todos sus chiringuitos, mientras nosotros aprendemos que a los que les sigan habrá que vigilarlos de cerca. Nada fácil de realizar, en cualquier caso. Me temo que tenemos un problema grave.

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