El restaurante

Son dos hombres: uno, bajo y con perilla; el otro, alto y rapado al cero. Llegan al local, quitan de la persiana el cartel de “Se traspasa”, la suben y abren la puerta. Es un espacio amplio y diáfano, con paredes y techo blanquísimos. Aún se nota el olor a pintura. Llevan tanto tiempo luchando por conseguir abrir su propio restaurante que deberían estar contentos porque, al menos, ya han dado el primer paso: encontrar el local adecuado. Pero no lo están.

Llevan tanto luchando por abrir su propio local que deberían estar contentos

–Aquí hay mucho por hacer –dice el de la perilla.

–Sí. Todo tan blanco...

Sin perder ni un minuto se ponen en marcha. Contratan a un albañil para que quite el yeso de dos paredes. ¡Que se vean los ladrillos! Pero no los de todas las paredes, porque eso ya no se lleva. Acto seguido, le piden que deje las conducciones a la vista: las tuberías del agua, las del gas, las conducciones del aire acondicionado. Las conducciones del aire acondicionado molan un montón. Eso implica echar abajo el techo, pero, evidentemente, un restaurante cool no va a tener las tuberías y las conducciones escondidas sobre un techo tronado. Listo todo eso, montan una cocina a la vista de los futuros clientes.

El siguiente paso es poner wifi, y crear cuentas en Facebook, Twitter e Instagram, para anunciar la próxima inauguración. Luego se dedican a los muebles. Buscan mesas y sillas de diversos modelos y colores, para que no haya dos iguales. Con maderas recicladas de palés montan una estantería en la pared, y ponen libros viejos –no muchos: sin pasarse– para dar al restaurante el necesario toque intelectual. En las paredes cuelgan cuadros de un amigo pintor, Nacho López-Lefa, que con colores chillones pinta animales (toros, jirafas, burros) vestidos con traje y corbata. El de la perilla recuerda entonces que su madre tiene en casa una máquina de coser antigua, Singer, que ya no utiliza.

–¡Tráela! –dice el alto.

La sitúan en lugar preferente, aunque de hecho no les sirve para nada porque no pueden ni dejar copas. Acto seguido compran una gran pizarra, para escribir con tiza los platos del día, todos ecológicos y con precios exagerados. Bajo la lista de platos, cada mañana escribirán una frase dicha por algún famoso. Ya tienen decidida la primera: “En este mundo de idiotas, actúa siempre como uno de ellos. (Albert Einstein)”. De hecho, no la dijo Einstein, pero ¿quién se va a dar cuenta de eso?

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