Les escribo después de pasar unos días inolvidables en Barcelona con mis amigos de Boston, a los que conocí en mi época de estudiante tardío en el 2002, cuando dejé el trabajo unos meses para volver a la universidad.
Celebrábamos quince años de amistad, de vernos en diferentes rincones del mundo cada vez que podemos, compartir un pasado común y, sobre todo, frases favoritas de películas (“yo a veces también canto y bailo desnudo en casa y eso no me convierte en Madonna”).
El paso de los años ha incrementado el número de restricciones a la hora de seleccionar un restaurante, por lo que al final decidimos cenar en casa. Esa noche se apuntaban también mi amiga Alexandra, y Heidi, amiga de mis amigos.
Alexandra pensó que sería más original (y menos sufrido para ella, que ya ha disfrutado de muchas cenas veganas) si en lugar de ir a un restaurante trajéramos el restaurante a casa. Así que a las 7 de la tarde se presentó en mi casa Núria Arnau, impulsora del proyecto Amor Cuinat. Cargada con el carrito de la compra, esta chef a domicilio tomó posesión de mi minúscula cocina (ella la llamó con cariño “cocina Tetris”) y se puso a preparar una cena deliciosa, nada pretenciosa y cuidada hasta el último detalle. Por menos de lo que te cuesta ir a un restaurante molón tienes en casa a alguien cocinando recetas que nunca han visto tus sartenes o platos. Núria explicó además cada creación de forma cariñosa y nada relamida. Cocinó un menú normal y otro para el vegano, pero ninguno tuvo la sensación de que estaba sacrificando sabores por el otro. Además de cocinar, servir y presentar, Núria dejó la cocina perfecta e insistió en lavar los platos, cosa que no consentí porque necesitaba heridas de guerra para fardar frente a mi familia, que venía la mañana siguiente.
Así que les recomiendo, si les apetece recibir en casa de forma diferente, que busquen propuestas de este tipo en su ciudad. Por cierto, nadie me ha pagado por hablar de Núria en esta columna. Perdonen que lo diga, pero no quiero que nadie malpiense.