La revolución tranquila

Nos gusta tener cosas materiales en propiedad: una casa hipotecada (y el millón de cachivaches con que llenarla), un coche (pagado con hartas penalidades), cien electrodomésticos (inú­tiles muchos, como ese cuchillo eléctrico que no sirve ni para la mantequilla), viajes (a confines absurdos)... Se citan estos ejemplos, entre tantos, porque hasta hace no mucho en las ciudades casi nadie era propietario de la casa en que vivía, y la gente iba en tren o coche de línea a los sitios, se las apañaba con un cuchillo de Albacete y raramente se desplazaba a ninguna parte como no fuera en viaje de bodas o a un entierro. Acaso por ser las nuestras unas generaciones que nacieron y se criaron en un mundo en el que no había de casi nada, como en España, o en el que la guerra había destruido casi todo, como en Europa, se despertó en muchísimas gentes este deseo loco de poseer. Pero acaso esto esté cambiando. Lo cambiarán los jóvenes, porque las cosas, ¿quiénes, si no, van a cambiarlas?

La mitad de lo que tenemos nos sobra: es lo que tratan de decirnos los jóvenes

Oímos durante dos horas las canciones que había elegido para nosotros. Fue prodigioso. Músicas de todas las partes, de todas los estilos, de todas las épocas: Madeleine Peyroux, Grant Green, Kourosh Yaghmaei... Cuando nos puso al corriente de lo que era Spotify y, de paso, Netflix, y señaló su ebook (de este invento, en cambio, ya han llegado noticias a mis oídos), advertí que acaso esta generación sea la llamada a devolvernos al lugar de la desposesión, que es precisamente el que aconsejan los sabios todos que en el mundo han sido, desde los pitagóricos hasta los cuáqueros que ahora mismo, mientras escribo, estarán llevando un poco de consuelo y algunos remedios materiales, estos en verdad necesarios, a gentes que nada tienen, en parte porque algunos lo tenemos todo.

Con menos se vive mejor, más es menos, y la mitad de lo que tenemos o pudiéramos tener nos sobra: he aquí lo que tratan de decirnos algunos jóvenes. Viven en casas alquiladas, a menudo tan pequeñas que apenas cabe en ellas su bici; no tienen coche y a su ropa tampoco le dan mucha importancia. Los más hábiles se fabrican sus propios muebles o arreglan los viejos, y únicamente les queda por descubrir que viajar ha de ser un premio merecido, no un derecho indiscriminado. Ellos han empezado a cuestionar, pues, el consumo y el binomio “sagrado” consumo=crecimiento. Son alegres y son felices (más o menos). Su revolución es, como se ve, tranquila.

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