Silbando por la calle

Leo en una entrevista al gran Emilio Aragón –bendita estirpe la de ese nombre– una frase que me sobresalta. Era algo que solía decir su padre, Miliki: “Es imposible que alguien a quien te encuentres por la calle y vaya silbando no esté contento”. Recuerdo esa imagen. Se me aparece entre las nieblas de la memoria: un hombre joven camina por la calle hacia su casa, con las llaves en la mano, y va silbando. Yo pienso que va contento porque va a reunirse con la persona a la que ama.

Me da la sensación de que ya nadie canta celebrando la maravilla de estar vivo

Pero sólo es un recuerdo de hace mucho tiempo, algo que ocurría en el pasado, y que ha dejado de suceder. Casi como un hallazgo arqueológico que resplandece de pronto en mi memoria. Sí, hubo una época en la que la gente silbaba y cantaba por la calle. En Asturias, donde yo vivía, pasabas por delante de un chigre –uno de aquellos bares en los que se tomaba sidra o vino barato y que ya apenas existen– y siempre había un hombre cantando una tonada asturiana, con esa tristeza tan parecida a la del cante jondo, o un grupo de personas, a menudo jóvenes, interpretando a coro alguna canción popular.

La música solía seguir luego por las calles, mientras el grupo se iba despidiendo. Se cantaba también en las plazas los fines de semana, y en las casas, claro, mujeres cantando en las casas mientras limpiaban el polvo, con las ventanas abiertas. Se silbaba en la calle, como decía Miliki, y a veces hasta pasaban personas solas tarareando en voz baja mientras caminaban.

Tengo la sensación de que nada de todo eso sucede ya. Nadie silba. Nadie canta solo por la calle, celebrando la maravilla de tener dos piernas que le mueven. No oigo grupos de personas en una plaza esforzándose por ajustar sus voces para crear esa extraordinaria estructura que es una canción a coro, ni cánticos surgiendo a través de las ventanas, más allá del griterío de los televisores con el volumen demasiado alto… Sí, quedan las gentes que hacen música en las esquinas, en las terrazas de los bares o en el metro y recogen a cambio unas monedas. Pero son profesionales, digamos. El gusto de cantar por cantar, de silbar porque estás contento, de expresar los sentimientos mediante ese lenguaje tan elemental de la vida humana que es la música, parece haberse extinguido. No sé si nos hemos vuelto demasiado estirados o vamos con mucha prisa, pero no, admirado Miliki, la gente ya no silba. Quizá es que estamos más tristes.

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