Silencio, se insulta

No ha puesto uno nunca los pies en un estadio de fútbol. Si se hubiera terciado, supongo que habría ido. Esto; por dos razones: porque seguro que he estado en sitios infinitamente peores y porque si le gusta a uno ver las caras de las gentes y oírles decir cosas, y asistir a sus conversaciones sin llamar la atención, no tendrá uno nunca más a mano un catálogo de tipos y caracteres mejor surtido. Ha visto uno, claro, como todo el mundo, estadios de fútbol y partidos de fútbol en televisión, pero me aseguran que les sucede a los grandes estadios lo que a las pirámides de Egipto: no es lo mismo tenerlas delante que en una postal.

Según leo, se dicen cosas sumamente ofensivas e injuriosas para los jugadores

Los que sí han estado hablan de lo mucho que impresiona oír gritar a treinta, cuarenta, ochenta mil personas a la vez en un recinto cerrado. Al parecer, los gritos enardecen de tal manera a la gente que acaban gritando allí hasta los mudos. En televisión esos gritos no se oyen bien. Se percibe el fragor del rugido, como el de la plaga de hormigas en Cuando ruge la marabunta, pero los de la televisión están aleccionados y empastan el sonido para que no se oigan las cosas que dicen. Estas son, según leo estos días, sumamente ofensivas e injuriosas para los jugadores, cosas que a menudo no tienen que ver con el deporte, sino con su familia, etnia o circunstancias personales. Ha oído uno también a algún entrenador defender el derecho de sus jugadores a decirles a los contrarios cosas del tipo “me estoy follando a tu madre” si vienen a cuento, porque “lo que se dice en el terreno de juego queda en el terreno de juego”. Es más o menos el mismo argumento de quienes creen que lo que se dice desde la grada se queda en la grada.

Fernando Rodríguez Lafuente, socio del Madrid, recuerda de niño oír gritar a su lado, en el Bernabeu, cada domingo, a un señor de aspecto respetable enormidades tremebundas y pedir acto seguido excusas a su padre, en atención a la infancia allí presente: “Ustedes comprenderán, es que... me pongo”. Se ve que muchos creen que el insulto que se profiere con cincuenta mil personas más en un estadio no es ni insulto, sino un desahogo barroco, suntuario. Lamento no haber ido nunca a un estadio, pero no sé si le quedan a uno ganas de hacerlo. Y no por la perspectiva de tener que aguantar a un energúmeno al lado, sino por el peligro de convertirme en otro, y no recordar luego nada a la salida.

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