La tierra al fin leve

Francisco Alonso sólo tenía veintinueve años cuando lo asesinaron. Una esposa, Nicolasa, que quedó destrozada y murió pocos años después, y dos hijos, el pequeño de nueve meses. Fue una noche de noviembre de 1937 en un pueblo de León que no era el suyo, Geras de Gordón. Su asesino, un falangista cuyo recuerdo aún despierta terror en la comarca, lo dejó tirado junto a la cuneta de una carretera. Dos mujeres fueron al día siguiente a enterrarlo allí mismo por orden del alcalde.

Me alegro de haber podido participar de algo tan triste y tan hermoso

Salomé tenía siete años y vivía en Geras. Desde entonces ha recordado cada día de su vida el nombre de aquel hombre asesinado y el lugar de su tumba. Las mujeres hablaban de todo eso en voz baja, mientras hilaban o cosían, para preservar la memoria de los pobres seres ejecutados durante aquella espantosa Guerra Civil. Ahora, los recuerdos de Salomé han permitido localizar los restos de Francisco. Como amiga de la familia, he estado presente en la exhumación. He podido compartir la emoción de Luis, su hijo pequeño, que a sus 81 años soñaba con enterrar a su padre junto a su madre. Y colaborar con el esfuerzo de los voluntarios de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica de León.

Ha sido un privilegio ver trabajar a ese puñado de personas que dedican a esto su tiempo libre. Entre ellas, el director, Marco González Carrera, los arqueólogos Serxio Castro y Nuria Maqueda y la antropóloga forense Laura González Garrido, de la Universidad de León, que colabora con la asociación. Por supuesto, nadie cobra nada. Los gastos –los bocadillos, el albergue barato, la pala excavadora o el análisis de ADN– se cubren mediante donativos. Los de esta exhumación proceden de un sindicato de electricistas de Noruega, que deben de mandar su dinero aquí con la misma sensación con la que nosotros se lo mandamos a los niños de África.

Me alegro de haber podido participar de algo tan triste y tan hermoso. Pero me avergüenzo como española de que todo esto tenga que hacerse de manera privada y voluntaria, sin cobertura ni financiación públicas, sin protocolo ninguno de actuación, a veces incluso con toda clase de dificultades, como si enterrar con decencia a nuestros muertos fuera algo vergonzante y no el gesto más humano y más elemental de cuantos nos acompañan a lo largo de la vida. Descanse en paz Francisco Alonso y que la tierra al fin le sea leve, aunque el país nunca se lo haya sido.

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