Un sordo en urgencias

Días atrás, un señor llamado Juan (las agencias de noticias omiten sus apellidos) se presentó en el hospital Torrecárdenas de Almería. Lo habían operado de un pie diabético (el izquierdo) y, como le dolía y se le inflamaba, decidió que mejor ir a urgencias, por si las moscas.

Cómo esperar seis horas y media en urgencias a pesar de que te llamen por megafonía

Llegó a las once de la mañana. Le dijeron que esperase. Esperó; una hora tras otra. Al final, harto, a las cinco y media de la tarde se largó, tras presentar reclamación por negligencia. Fue entonces cuando descubrió que lo habían estado llamando por megafonía, a pesar de que, en el mostrador de admisiones, había explicado que es sordo y que, por lo tanto, no podría oír los avisos. En un vídeo que se ha convertido en eso que llaman viral, el hombre pide: “Menos plantas para una persona para dar a luz y más adaptar hospitales para todas las personas minusválidas”. Realmente, si cada persona de sexo femenino de mujer que da a luz tiene una planta para ella sola es para quitarse el sombrero. La Consejería de Salud explica que se trata de un incidente “puntual”. (Últimamente, cada vez que algo falla estrepitosamente, las autoridades dicen que se trata de un incidente “puntual”, con lo que se ha llegado a tal punto que hay más incidentes puntuales que habituales).

Es decir, que tenemos a un señor sordo esperando seis horas y media en urgencias de un hospital sin que nadie se dé cuenta de que, tal como avisó, no puede oír los avisos de megafonía. A partir de esa noticia, qué gran cadena de ­chistes hubiera hilvanado Miguel Gila en su época. Su pasión por el humor negro fue notoria: ciegos, mancos, hombres frente al pelotón de fusilamiento, sordos, pobres de solemnidad, señores sin piernas sentados en un carrito con ruedas... Y no pasaba nada. No había debates sangrantes sobre “los límites del humor” ni los autodenominados defensores de los grupos supuestamente injuriados se tiraban como hienas sobre el maldito infractor. Ahora no, ahora rige lo que Juan Soto Ivars llama censura horizontal, donde todo ciudadano es censor de sus vecinos. En ese imaginario chiste gráfico veo que, junto a cada altavoz, Gila sitúa a un intérprete de lengua de signos que va traduciendo a los sordos lo que dice la megafonía, como sucede en muchos actos políticos y retransmisiones parlamen­tarias, antes de quedar sepultado (Gila) bajo un alud de denuncias de asociaciones de sordos e intérpretes de lengua de signos.

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